Lo que más deseo en este mundo es tener tiempo libre. Tiempo para comenzar el día con una larga ducha caliente, sin prisas ni urgencias, sin tener que medir los minutos en rebanadas de prisas para llegar en hora a ningún sitio. Tiempo para prepararme un café con calma, en silencio, y poder escuchar como el azúcar al echarlo en la taza se sumerge en el líquido. Tiempo para acudir al mercado a media mañana, para seleccionar con mimo los ingredientes para cocinar un almuerzo sin prisas, a fuego lento. Tiempo para charlar con mi mujer, mirándonos a la cara, disfrutando del almuerzo, no como esa
especie de intercambio de información que llevamos a cabo mientras nos
vestimos por las mañanas, o cuando vamos en coche, o cuando nos cruzamos
al medio día, en el cambio de turno. Tiempo para elegir un libro que me acompañe en la butaca en esa inmediata hora después del almuerzo. Tiempo para poder despertar de una siesta que no haya buscado ni evitado. Tiempo al atardecer para pasear con las manos en los bolsillos, descansando la vista en el horizonte mediterráneo. Ansío tener tiempo para escuchar música con atención y sin interrupciones. Con dedicación.
Cada día que pasa el tiempo es más escaso y también más valioso. Conforme avanzamos en edad, menos nos queda, menos tiempo disponible tenemos ante nosotros y más a nuestras espaldas. Disponer de tiempo a veces es una lucha contra las distracciones. Los medios de comunicaciones, las llamadas telefónicas, los anuncios, los semáforos, las obligaciones... Todo nos roba tiempo, que infalible e infatigablemente avanza en nuestro perjuicio. Seleccionar en qué invertir nuestro tiempo es la verdadera esencia de la sabiduría de vivir. Por favor, no lo malgasten.
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