No hace mucho, charlando con un buen amigo mío, Alex, le pregunté si había visto últimamente alguna película que pudiera recomendarme. Me gusta que las personas a las que conozco y que creo que tienen un gusto afín, o similar al mío -cinematográficamente hablando- me recomienden alguna película que hayan visto y les haya gustado. Me apuntó un par de ellas, pero poco más. Dijo que desgraciadamente se había llevado bastantes amargas decepciones con películas sobre las que tenía puestas expectativas.
La conversación tomó otros caminos y ahí quedó, pero cuando fui a la cocina para coger unos hielos para preparar unos cacharros espirituosos, me quedé pensando que tampoco era mala idea que me dijese aquellas que no le habían gustando nada, porque quizás fuese mejor idea tener una lista de películas a evitar que una para ver. Lo cierto es que me dijo varias entre las que se encontraban películas que yo también tenía intención de ver.
Tomamos asiento cómodamente en el sofá para disponernos a ver la película Mi semana con Marilyn. Las luces apagadas, la copa en la mano, preparados mientras esperábamos que volviera mi mujer, que había ido a comprobar que los niños ya estaban en el séptimo sueño. De repente Alex recordó otra película que había olvidado decirme de entre las que había visto y que le habían parecido buenas: The reader, aunque no sé cómo la han titulado en español, añadió -él suele ver las películas en versión original y además en otro país, con lo que no conoce la mayor de las veces el título en castellano-. La han titulado El lector, tal cual, le informé. La he visto, y sí, es buena, muy buena.
Comenzamos a ver la película My week with Marilyn -la vimos en versión original y también es altamente recomendable- y mientras comenzaba la película, con el runrún metido en la cabeza de la recomendación anterior me acordé de un soleado día de playa, lejano en el tiempo, muchos años atrás, cuando ejercí de lector leyéndole a mi señora, entonces mi novia, la obra de Federico García Lorca, Yerma. La única vez en mi vida que ejercí de lector.
Habíamos quedado para pasar la tarde en la playa, a la que me llevé una toalla y el libro de Lorca. Pepi, mi santa, olvidó llevarse uno, así que decidimos que yo leería el libro para los dos. Aquella tarde, bajo un sol pegajoso, leí en voz alta, con periódicos descansos entre actos con baños refrescantes. Leí imitando las distintas voces de los personajes, de cabo a rabo. Ahora, cada vez que veo alguna escena de El lector, rememoro aquella tarde casi olvidada y plácida de lectura bajo el Sol, e inconscientemente se me descuelga una tímida sonrisa en la cara.
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