Hace unos días me acerqué en un salto a El Corte Inglés que tengo cerca de casa, pues quería descambiar de talla una camisa que mi señora me había regalado para mi santo. Llevaba prisa porque poco después tenía que recoger a los niños, así que no podía demorarme mucho. Gracias a la eficiencia de la dependienta todo fue más rápido de lo previsto y me encontré por sorpresa con algo de tiempo que no esperaba disponer, de manera que decidí acercarme a echar un vistazo a las novedades de la sección de librería, que además estaba situada en mi camino de salida.
Entre las repletas y desordenadas estanterías de libros había una mujer de unos cincuenta años leyendo la contraportada del libro de Ian McEwan, Chesil Beach. Hasta ahora todo normal. En una mano la edición de bolsillo, pero en la otra mano, ay, en la otra mano. Con la otra mano sostenía, apoyada en el suelo, una hamaca recién comprada -aún se podía ver colgada la etiqueta-. Aquella conjunción produjo en mí una parálisis envidiosa, un deseo irresistible de apropiación imposible. ¿Puede existir una unión más evocadoramente placentera que una hamaca y un libro?
En la foto Marilyn Monroe.
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