De vez en cuando me gusta colar entre mis lecturas alguna biografía, y ya llevaba un tiempo con ganas de leerme alguna sobre Robert Louis Stevenson. Me puse manos a la obra y buscando por Google encontré una biografía realizada por Gilbert Keith Chesterton, autor de múltiples biografías, ensayos, novelas y poemas del que nunca había leído nada. Sentí curiosidad por leer algo de Chesterton así que me decidí y de camino maté dos pajarracos de un tiro: leer a Chesterton y leer al mismo tiempo una biografía del inmortal autor edimburgués.
La biografía ha resultado ser menos biográfica de lo que yo en un principio esperaba. Es más bien un estudio centrado en la influencia de su trágica enfermedad, la tuberculosis, sobre su obra.
Chesterton nos cuenta que Stevenson sufrió una debilidad enfermiza desde muy joven, tanto que le impidió disfrutar de una infancia corriente, manteniéndolo largas temporadas en cama, encerrado en una habitación. Pero suele ocurrir que aquello que pudiera suponerle un futuro trauma fue, paradójicamente, lo que le salvó, porque lo que lo apartó del mundo exterior, lo acercó a los libros. Este dato, siempre según Chesterton, condicionó su personalidad. También afirma Chesterton que el novelista de extrañas poses, curiosos cortes de pelo y extravagantes vestimentas, fue un gran viajero, en parte para buscar alivio a su enfermedad en temperaturas más livianas, pero en parte, y no menos importante, para salir de aquel encierro, aquella cárcel que lo mantenía aislado, aquel asfixiante cautiverio de niebla. Stevenson, sin procurarlo, con la intención de liberarse de aquella infancia postrado en un cuarto, con la sola compañía de viejos volúmenes de batallas de guerras, inició una fuga de las galeras de su reducido encierro en busca de un cálido refugio, un hogar de libertad, una isla del tesoro.
Stevenson era un enamorado del teatro de marionetas infantil. Se dedicó sin disimulo en sus libros a los jóvenes, porque se dio cuenta que los muchachos estaban abandonando lo que él más había disfrutado, y probablemente, aquella gratuita dedicación, sin ser ciertamente consciente, significó también su felicidad.
Coincido, a pesar de mis pocas lecturas del autor escocés, en algunas sentencias de Chesterton sobre Stevenson, pero de todas, especialmente le doy la razón a aquellas que se ocupan en ensalzar la maravillosa virtud que poseía Stevenson para conseguir que parezca simple y fácil lo que en realidad es extremadamente difícil y complejo, en dibujar la precisa personalidad de una persona en un par de adjetivos y un sustantivo.
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