Cada persona tiene sus manías, sus rituales, sus querencias y sus propias contradicciones. Yo, como cualquier hijo de barrio, también tengo las mías. Una de mis inclinaciones más habituales es evitar las grandes superficies. No es que padezca ninguna extraña variación de agorafobia ni nada por el estilo, es simplemente que, como cantó Serrat, "prefiero los artesanos más que las factorías".
A pesar de lo anterior, en ocasiones, me veo ante la imposibilidad de evitarlo y sólo queda apretar los dientes y esperar que no rechinen demasiado.
Todo esto lo escribo hoy lunes, después de que el sábado sin poder remediarlo estuve, junto a la señora, en busca de un sofá en Ikea. Como imaginarán al final no compramos ningún sofá, pero, en cambio, nos trajimos dos estanterías, de las cuales una tengo que ir a devolver, una silla para el ordenador, una pequeña lámpara de lectura portátil, un juego de dieciocho piezas de vajilla, seis vasos, cuatro bowls, varios juegos de perchas... y ningún sofá. Repito: NINGÚN SOFÁ.
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