Cada persona tiene sus manías, sus rituales, sus querencias y sus propias contradicciones. Yo, como cualquier hijo de barrio, también tengo las mías. Una de mis inclinaciones más habituales es evitar las grandes superficies. No es que padezca ninguna extraña variación de agorafobia ni nada por el estilo, es simplemente que, como cantó Serrat, "prefiero los artesanos más que las factorías".
Es bien sencillo, prefiero la cercanía de la tienda pequeña, donde todo está bien colocadito, donde el vendedor conoce perfectamente lo que se tiene entre manos, y, sobretodo, prefiero la cercanía de trato que ofrece el pequeño comercio. Por eso si tengo que comprar un libro prefiero veinte veces más comprarlo en una pequeña librería que en un gran almacén, o si, por ejemplo, quiero tomar un café, difícilmente me verán hacerlo en la cafetería de un centro comercial, en cambio, será fácil que lo haga en cualquier bar de barrio. Soy así, es una tontería, pero cada cual tiene sus manías y además creo que es bueno que así sea.
A pesar de lo anterior, en ocasiones, me veo ante la imposibilidad de evitarlo y sólo queda apretar los dientes y esperar que no rechinen demasiado.
Todo esto lo escribo hoy lunes, después de que el sábado sin poder remediarlo estuve, junto a la señora, en busca de un sofá en Ikea. Como imaginarán al final no compramos ningún sofá, pero, en cambio, nos trajimos dos estanterías, de las cuales una tengo que ir a devolver, una silla para el ordenador, una pequeña lámpara de lectura portátil, un juego de dieciocho piezas de vajilla, seis vasos, cuatro bowls, varios juegos de perchas... y ningún sofá. Repito: NINGÚN SOFÁ.
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