El próximo mes de julio hará ya dos años de mi penúltima visita a Londres, de la que me traje múltiples y agradables recuerdos. Uno de los recuerdos imborrables que me traje de la capital británica fue haber encontrado, por casualidad, la ubicación de una placa en la fachada de una casa de color azulado en pleno barrio de Notting Hill, en la que se indicaba que allí vivió George Orwell.
Me sorprendió porque la vivienda y su situación me parecieron propia de familia adinerada mientras que yo tenía el recuerdo de que Orwell nunca tuvo un duro, o un penique en este caso, y que le costó mucho que le publicasen algún libro. Recordaba también que malvivió con los escasos sueldos de sus múltiples trabajos tales como lavaplatos de hoteles o de asistente en varias librerías de segunda mano y, de hecho, tiene un libro autobiográfico titulado: Sin blanca en París y Londres. Recordaba todo eso como también recordaba que le habían herido de bala mientras luchaba, alistado como voluntario,en la Guerra Civil Española.
Sin embargo, en el prólogo del libro, el prologuista, Juan Pedro Aparicio, cuenta que Rebelión en la granja fue traducida en vida del autor a más de dieciséis idiomas, lo que explica a las claras la adinerada ubicación de la vivienda del autor. Tampoco sabía, o quizás sí, pero no recordaba ya, que Orwell nació exactamente el mismo día que yo, aunque setenta años antes.
Rebelión en la granja ha resultado ser una novela divertida, muy divertida, simple que no sencilla, muy eficaz y cargada de sarcasmo, con un mensaje feroz contra los totalitarismos, además de una crítica encarnizada contra el abuso de poder, representado por el socialismo soviético en los tiempos de Stalin, o mejor dicho por un cerdo de nombre Napoleón.
Es una novela con un mensaje educativo que resulta eficaz a la vez que directo. Uno de esos libros que sirven de base y de cimientos del pensamiento actual. Una lectura obligatoria.
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