Alguna vez he escrito de mis compadres los viejos choros, artistas capaces de quitarle herraduras a un caballo al galope, maestros de lo suyo, espléndidos buscavidas de aquella España cutre que ya sólo es posible revisitar en las viejas películas de Pepe Isbert, Manolo Morán y Tony Leblanc. Esas películas divertidas, geniales, que ninguna televisión de este puñetero país emite nunca, porque a los imbéciles de sus programadores les resulta más fácil inundarnos de telemierda norteamericana.
Esta mañana me llamó por teléfono uno de esos amigos: Antonio Carnera, hoy ancianete y jubilado, que en otro tiempo perteneció a esa ilustre cofradía de trileros, piqueros y timadores que hasta hace treinta o cuarenta años fue aristocracia barriobajera en puertos y estaciones de ferrocarril. Antonio y el arriba firmante hemos estado charlando un rato de viejos tiempos, de la pensión de jubilado que nunca tuvo, de amigos y conocidos comunes como Amalia la Verderona, maestra de piqueros y tomadores del dos, de Ángel, mi famoso choro de La ley de la calle, o del legendario Muelas, creador del timo del telémetro y autor inmortal de la venta a un pringao del tranvía 1001, que es el más extraordinario hito de la historia del timo en España.
Al final hemos quedado en vernos y tomar unas cañas. Y aunque hace ya un par de horas que colgué el teléfono, todavía sonrío al recordar el acento madrileño y chuleta de Antonio, su viejo orgullo profesional cuando le tiro de la húmeda y le hago que largue, y recuerde. Dentro de unos días, cuando nos tomemos unas cañas en cualquier mostrador de zinc o mármol, le haré contarme despacio y por enésima vez su mayor logro profesional, su obra maestra: el timo del abrigo de visón. Antonio, que de joven tenía una planta estupenda, con clase, recurría a ese registro cuando quería correrse por el morro una juerga. La última vez fue en el año 59, en Madrid, después de haber tocado con éxito el mismo palo en provincias. Primero alquiló una suite en el Palace, donde se dio una buena zampa; y luego, bien maqueado y engominado, se fue a Pasapoga en busca de la torda más espectacular que hubiera a tiro. A los tres boleros, un bayon y dos mambos empezó a enseñar billetes y a decir eso de qué hace una mujer como tú en un sitio como éste, bombón, a ti te tenía yo como a una reina. Y para demostrarlo, te voy a regalar mañana un abrigo de visón. Que no, que sí, que tú me tomas el pelo, chato, que yo hablo en serio, mi vida, que ésa es la fetén y a mí me salen las lechugas por las orejas, y ese cuerpazo, amén de otras cosas, está pidiendo un visón pero ya mismo. Total: al día siguiente, cita con la gachí, aún algo incrédula, en la mejor peletería. Pruébate éste. Y éste. Nos llevamos ése, el más caro. La jai, por supuesto, alucinando en colores. Y a la hora de pagar, Manolo desenfunda arte y labia: vaya, qué contrariedad, se me han terminado los cheques, es igual, llévemelo a las seis de la tarde al Palace, habitación tal. Y se va con la torda.
Luego, fase crucial: oye, prenda, son las dos, vamos al hotel si te parece, comemos caviar y champán y esperamos el abrigo. Chachi. Y claro, a la suite. Y allí, esperando el visón, piscolabis de lujo y polvazo inmenso y gratis -«de esos que uno se cae de la cama, colega»-- con la mejor hembra de Pasapoga. Y a las cinco y media en punto, Antonio se levanta. Oye, perdona, mi vida, bajo un minuto a la caja del hotel a sacar metálico, que traerán el visón de un momento a otro. El resto se lo imaginan ustedes: ese Antonio que se viste. Ese Antonio que baja y cruza el vestíbulo. Ese Antonio que sale a la calle como si fuera a por tabaco. Ese Antonio que no vuelve. Y a las seis, puntual como un clavo, llega el peletero con el visón, y sube al cuarto; y le abre la jaca, que ya se va mosqueando, y se monta el pifostio. Y en esas aparece el cajero del Palace sin nadie que le pague una cuenta que te cagas, incluida la suite, y el caviar, y el champán, y las flores que Antonio -que es un romántico- le regaló a la gachí.
Eso, se pongan como se pongan los mojigatos y las feministas galopantes, es arte, se mire por donde se mire. Arte de verdad, de la vieja escuela; filigrana imposible sin mucho morro, aplomo y talento. Y oírselo contar al artista, imaginen.
Por eso ya disfruto de antemano el momento en que Antonio Carnera, con la cuarta cerveza a la mitad, encienda un Ducados, me mire con su temple de viejo jugador de mus, y cuente por enésima vez aquello de: «Y en mitad del mambo, la apalanco así y digo: una mujer con ese cuerpo merece que la tengan como a una reina».
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