viernes, 11 de julio de 2008

Sanfermines

Siento cariño a los Sanfermines. Es algo que no puedo evitar. Cada año por estas fechas siento nostalgia de algo que no he vivido en primera persona. Supongo que le debo a mi abuelo Antonio este respeto que tengo hacia el mundo del toro, una mirada aprendida en ociosas tardes de verano sentado junto a él delante del televisor. También a mi padre, que me dejaba acompañarlo en tardes de albero, cuernos y coplas. Lo hacía a regañadientes, para así acrecentar mi interés. Explicándome ambos donde se cruzan firmados en sangre la alegría y la tragedia.

A ellos les debo estos despertares, esta querencia, este sueño mío de poder vivir los Sanfermines, no ya como corredor, sino como mozo dibujado de blanco y pañuelico rojo anudado al cuello, y me gustará cerrar los ojos, respirar profundo y sentir desde la barrera una manada de emoción correr peligrosamente como toro por mis venas. Y seguidamente pasear por Mercaderes y Estafeta pisando fuerte, buscando en los balcones ese espíritu rojillo, tan literario, tan de asta y rabo.

Después llegar a la Plaza del Castillo y sentir la fiesta en mi boca con un buen tinto navarro, un bacalao al ajoarriero y unos pimientos rojos rellenos con carne de ternera y unas pochas para terminar llenándome la boca gritando: ¡Viva San Fermín!

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