Llegara a la hora que yo llegara a casa, si veía que el balcón de su cuarto estaba abierto, significaba que podía llamarlo. Un leve silbido un par de veces era suficiente para que asomara al balcón y me dijera: ¡Ya bajo! ¡voy en un minuto!. Siempre teníamos tiempo el uno para el otro, y cuando no lo teníamos sabíamos que era porque había algo inamovible, algo verdaderamente importante, bien fueran las últimas páginas de un libro hipnotizador o la repetición de un gol en un programa deportivo. No había que ofrecer excusas porque no las necesitábamos.
Podíamos pasar horas y horas hablando de cualquier tema. Solíamos estar de acuerdo en casi todo y nuestras discusiones duraban días o semanas, hasta que de alguna manera llegábamos a un consenso común. Nos criamos uno enfrente del otro, jugábamos juntos desde incluso antes de aprender a andar. Podíamos pasar tardes y tardes juntos y no necesitábamos a nadie más. Éramos grandes amigos.
Todavía hoy, y estoy seguro de que siempre me ocurrirá, cada vez que paso junto a su balcón siento que si silbo un par de veces se asomará para decirme que baja en un minuto.
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