Eran las seis de la madrugada y ya estaba despierto. Todos en casa dormían pero yo estaba con el oído tieso escuchando el bramido infinito que llegaba del exterior. No apetecía en absoluto abandonar la acolchada calidez de la cama, desde donde escuchaba el fuerte y agitado viento retumbar en los cristales de la ventana. Dentro de la casa se respiraba una aletargadora serenidad, pero en el exterior daba la impresión de que se estuviese llevando a cabo una invasión, algo así como una batalla climática a vida o muerte.
Saqué tímidamente los pies fuera de la cama y los posé desnudos sobre el gélido mármol blanco y un violento escalofrío me recorrió la espalda. Me dirigí hacia la ventana que está en la cocina y la abrí con temor, como si al abrirla me fuese a encontrar con el mismísimo diablo. Fuera, el viento agitaba las ramas de los árboles de una manera demencial y las ramas parecían estar poseídas por una alocada desesperación. Era la imagen exacta de una noche maldita.
En el aire flotaba un penetrante olor a mar. El viento, furioso, le había arrancado al Mediterráneo parte de su abismal esencia y se la estaba restregando por todo lo ancho del cielo gris. Como un trofeo. Una bolsa de plástico se contorsionaba violentamente junto a la triste luz de una farola, se retorcía como si mantuviese una lucha frenética y perversa contra la naturaleza. Yo, acurrucado junto a la ventana, me mantenía en el lado neutral de la batalla, observándolo todo desde una posición segura. Aquella lucha endiablada entre la bolsa de plástico y el viento me recordó a aquellos barcos que pelearon contra la inconmensurable fuerza del mar, enfrentándose en un choque desigual, pero aún así luchando, intentando seguir a flote. La bolsa se rajó de un lado a otro, sonó como un latigazo en el aire. Aquel sonido me hizo sentir desnudo, vulnerable. Ahora la bolsa se mecía inerte, completamente abandonada a la gracia del viento.
Pensé en aquellos barcos de hace cuatro o cinco siglos que cruzaban osadamente los océanos, con su rudimentaria tecnología, con toda una tripulación unida para lograr la proeza de llegar a un puerto por descubrir. No sabían lo que se encontrarían tras el inmenso manto azul que les esperaba. Habían aprendido a guiarse gracias a las estrellas y aquel era su único norte: la estrella polar. Se lanzaban a la aventura insondable de navegar, dispuestos a entregar sus vidas a lo que la fortuna les deparara. El mar era al mismo tiempo su camino y su final. El mar les nutría de alimentos de la misma manera que les engullía. Todo era puro azar y poco podían hacer cuando una tempestad se enfrentaba a ellos. Estarían tan a merced de la naturaleza como esta bolsa lo está ahora mismo.
La bolsa, desgarrada, quedó enganchada entre las ramas de un árbol y el cielo estaba comenzando a filtrar la claridad del sol y tenía un aspecto extraño, grisáceo y brillante, como de superficie lunar. Cerré la ventana y regresé a la cama, pero no pude conciliar el sueño.
La bolsa, desgarrada, quedó enganchada entre las ramas de un árbol y el cielo estaba comenzando a filtrar la claridad del sol y tenía un aspecto extraño, grisáceo y brillante, como de superficie lunar. Cerré la ventana y regresé a la cama, pero no pude conciliar el sueño.
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