El domingo estuve en el cementerio; la hermana de un viejo amigo mío no pudo sobrevivir a una complicadísima doble operación de pulmón y corazón. Ni cincuenta años contaba. Un marido y una hija de apenas catorce años deja en este mundo. Una verdadera lástima.
Cada vez que visito el camposanto vivo un sentimiento contradictorio. Por un lado está la pena por la persona que deja esta vida, por las personas que le lloran aquí y que tendrán esforzadamente que intentar superar el drama de la muerte de una persona cercana y querida; pero al mismo tiempo, casi en contraposición, en mi interior siento un sensible impulso de vida, algo así como una respuesta inmediata a la muerte, una especie de deseo enérgico por querer aprovechar más intensamente los días.
La cercanía de la muerte, tan presente y tan ausente en nuestras vidas, me obliga a mirar de soslayo aquello que se queda y aquello que está por venir, por eso cuando la muerte roza mi vida en cualquiera de sus formas, seguidamente siento un impulso efusivo por vivir. La muerte nos recuerda que la vida es tan efímera como los minutos, y que hay que aprovecharlos antes de que se acaben, de que se nos vengan encima, que seguro que se nos vendrán en nuestro último día, por eso al volver a casa, en el regreso al hogar desde el cementerio, los abrazos son más estrechos y los besos tienen un sabor más pausado. Es la forma más natural y directa que conozco de sentir la vida.
Más tarde antes de acostarme, cuando los chiquillos dormían bien acurrucados bajo sus mantas en las esquinas de las camas, me acerqué a mi coqueta biblioteca, abrí un libro de citas y dudé si buscar la palabra muerte o la palabra vida. Al final me quedé con esta cita de Séneca:
La vida es como una leyenda: no importa que sea larga, sino que esté bien narrada.
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