Eran aproximadamente las nueve menos cuarto de la tarde del sábado pasado, estaba en el piso de mi hermano y salí a la terraza para recoger la toalla y el bañador que yo había puesto a secar un par de horas antes, sobre la barandilla, después de un relajado baño en la piscina. Había que comenzar a preparar la vuelta a casa.
El cielo, a la altura de una quinta planta, en el rosado y difuminado comienzo de la hora crepuscular, donde todos los pájaros parecían estar recogiéndose, estaba precioso. Reinaba una tranquilidad embriagadora y somnolienta. Apetecía enormemente respirar hondo. Apoyé los codos sobre el antepecho de obra y descansé la mirada sobre los centenares de chalets que prácticamente rodean al edificio. La privilegiada terraza posee vistas a la montaña y al mar, donde se observaban algunos barcos en su lento discurrir, pero mi mirada seguía atraída por la bella visión de los chalets, cada uno con algún atractivo detalle en su arquitectura.
El color del barro cocido de los tejados, el verde vivo de los árboles, el seco amarillo de las palmeras, el blanco encalado de las fachadas y hasta el gris de las calzadas, en conjunto, ofrecían un estampa de profunda belleza. Todo bajo un cielo limpio, sin nubes, casi de una perfección irreal. Inmediatamente pensé: qué buen sitio para leer.
Mi hermano salió a la terraza también y le comenté lo bonitas que eran las vistas y que me recordaban un poco a las que vi, hace algunos años, por la parte trasera del Trastevere, en Roma. No tanto por las edificaciones como por aquella tranquilidad mansa y sosegada. Así debían ser, más o menos, las villas de la Antigua Roma, le dije. Asintió con la cabeza y contagiado por aquella apacible holganza contestó afirmativamente con voz queda.
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