El día uno de enero, el primer día del año dos mil doce el destino quiso que me tocara almorzar con mi padres y que ese día, además, coincidiera que mi tío Antonio Bonilla, el hermano de mi madre, y su Pepi (había tres Pepis de tres mujeres en la mesa) vinieran también a comer a casa de mis padres.
Después de la agitada noche del treinta y uno, con alguna que otra mezcla inapropiada, desperté sin nada de apetito y decidí no desayunar y aguardar al momento de almorzar para probar mi primer bocado. Al llegar a la calle de mis padres bajaron del coche mis niños con mi señora y yo fui a buscar aparcamiento. Lo encontré algo más alejado que de costumbre y durante el camino avanzaba frotándome las manos, mientras mi mente iba soñando con los suculentos manjares que seguro mis padres tendrían preparados.
Después de la agitada noche del treinta y uno, con alguna que otra mezcla inapropiada, desperté sin nada de apetito y decidí no desayunar y aguardar al momento de almorzar para probar mi primer bocado. Al llegar a la calle de mis padres bajaron del coche mis niños con mi señora y yo fui a buscar aparcamiento. Lo encontré algo más alejado que de costumbre y durante el camino avanzaba frotándome las manos, mientras mi mente iba soñando con los suculentos manjares que seguro mis padres tendrían preparados.
Normalmente cuando me invitan a comer en casa de alguien suelo llevar un detalle, normalmente una botellita de vino, un Protos, un Muga, un Ramón Bilbao o un Beronia al que últimamente he cogido afición. A veces si me dicen que no lleve vino, que tienen preparadas algunas botellitas, pues me decido por un postre que dejo a elección de mi señora, que entiende mejor que yo de esas cosas. Pero mi tío, al que desde ese día estoy obligado a mirar con otros ojos se presentó con dos botellas en casa de mis padres. Una de ellas es una de esas botellas que consiguen ampliar las sonrisas de todos los comensales. Una de esas botellas que todos hemos escuchado hablar que los otros se toman. Una de esas botellas que pone de rodillas a todos los que entienden de vino. Una de esas botellas que encierran el secreto del trabajo bien hecho: un Vega Sicilia Único, Reserva Especial, numerada, del año 1990.
Por suerte para mí había pocos bebedores de vino en la mesa y como quien no quiere la cosa, casi media botella pasó por mi copa y después por mis extasiados órganos.
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