El día uno de enero, el primer día del año dos mil doce el destino quiso que me tocara almorzar con mi padres y que ese día, además, coincidiera que mi tío Antonio Bonilla, el hermano de mi madre, y su Pepi (había tres Pepis de tres mujeres en la mesa) vinieran también a comer a casa de mis padres.
Después de la agitada noche del treinta y uno, con alguna que otra mezcla inapropiada, desperté sin nada de apetito y decidí no desayunar y aguardar al momento de almorzar para probar mi primer bocado. Al llegar a la calle de mis padres bajaron del coche mis niños con mi señora y yo fui a buscar aparcamiento. Lo encontré algo más alejado que de costumbre y durante el camino avanzaba frotándome las manos, mientras mi mente iba soñando con los suculentos manjares que seguro mis padres tendrían preparados.
Después de la agitada noche del treinta y uno, con alguna que otra mezcla inapropiada, desperté sin nada de apetito y decidí no desayunar y aguardar al momento de almorzar para probar mi primer bocado. Al llegar a la calle de mis padres bajaron del coche mis niños con mi señora y yo fui a buscar aparcamiento. Lo encontré algo más alejado que de costumbre y durante el camino avanzaba frotándome las manos, mientras mi mente iba soñando con los suculentos manjares que seguro mis padres tendrían preparados.
Por suerte para mí había pocos bebedores de vino en la mesa y como quien no quiere la cosa, casi media botella pasó por mi copa y después por mis extasiados órganos.
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