Todavía recuerdo con bastante nitidez la primera vez que probé una cerveza Judas. Fue hace bastante tiempo, en un tórrido verano de mi juventud. Rondaría entonces yo los 18 años.
Íbamos cuatro o cinco amigos en tres o cuatro motos paseando a lo largo del paseo marítimo de Fuengirola, no recuerdo bien de donde veníamos, aunque puedo imaginarlo fácilmente, pues nuestra única ocupación en aquellos soleados días era quemar las horas tirados en la arena de la playa sobre una toalla. Eran días de gafas de sol, rumor de olas, chanclas gastadas y cigarrillos a los que había que retirarle la arena antes de encenderlos perezosamente entre los labios. Vagabundeábamos de terraza en terraza y de orilla en orilla. Completa y profusamente ociosos.
Recuerdo que aquella tarde sufríamos un calor incendiario y que paseábamos en moto, con el torso desnudo, por el simple placer de aliviarnos con el frescor marítimo, con la toalla sobre el asiento, respirando ese intenso olor a mar, riéndonos y dejándonos llevar. Sintiéndonos libres, alocadamente libres.
El que iba más adelantado en la moto paró junto a la terraza de un bar. Todos los demás le imitamos aparcando junto a su moto. Era uno de esos bares en los que los británicos habían clavado su bandera y conquistado el territorio. La terraza estaba repleta de jóvenes rubias de ojos azules y de piel demasiado rojiza, achicharradas por el sol. Nos sentamos en la mesa que había frente a un grupo de cuatro o cinco de ellas, que estaban sentadas, bajo una sombrilla, mirando hacia el mar y nosotros nos sentamos entre ellas y el idílico paisaje, tapándoles la vista, sentados de espalda al mar, mirándolas descarada y provocativamente.
La camarera nos preguntó qué tomábamos, y como ninguno de mis amigos sabía prácticamente nada de inglés, todos me pedían a mí que yo les pidiera lo que les apetecía, sugiriendo tonterías como dos tercios del vaso con hielo picado, o en vaso helado, o con una sombrillita, o con dos rodajas de limón, una de naranja y cosas así, simplemente para reírse a mi costa sólo imaginando mi aprieto cuando tratara de explicarle a la camarera, en mi rústico y pobre inglés, todas sus extravagantes exigencias. Por supuesto que no les hacía caso y sólo solía atender aquellas que consideraba verdaderamente deseadas. Mientras escuchaba con desinterés sus exageradas peticiones observé que las despellejadas guiris color de gamba estaban tomando cerveza, todas la misma cerveza, y como una cerveza era lo que me apetecía a mí en ese momento, decidí, por motu propio, desoyendo sus peticiones, y para reírme yo en lugar de ellos, pedir las mismas cervezas que ellas estaban bebiendo para todos nosotros. Aún puedo disfrutar aquella vengativa y traidora sonrisa en mis labios mientras esperaba que la camarera trajese las cervezas para todos. Aquella fue la primera vez que probé una cerveza Judas.
Judas es una cerveza belga, de color oro, espuma muy blanca, con un alto porcentaje de alcohol (8,5%), muy potente, para tomar con tranquilidad, casi como si fuese una copa, con un diseño muy atractivo y llamativo de fondo negro y grandes letras rojas. Una cerveza traicionera como su bíblico nombre indica, pero que a mí me recuerda agradablemente a veranos dorados de asilvestrada libertad, risas contagiosas, arena en los pies, salitre entre los dedos y paseos en moto.
Íbamos cuatro o cinco amigos en tres o cuatro motos paseando a lo largo del paseo marítimo de Fuengirola, no recuerdo bien de donde veníamos, aunque puedo imaginarlo fácilmente, pues nuestra única ocupación en aquellos soleados días era quemar las horas tirados en la arena de la playa sobre una toalla. Eran días de gafas de sol, rumor de olas, chanclas gastadas y cigarrillos a los que había que retirarle la arena antes de encenderlos perezosamente entre los labios. Vagabundeábamos de terraza en terraza y de orilla en orilla. Completa y profusamente ociosos.
Recuerdo que aquella tarde sufríamos un calor incendiario y que paseábamos en moto, con el torso desnudo, por el simple placer de aliviarnos con el frescor marítimo, con la toalla sobre el asiento, respirando ese intenso olor a mar, riéndonos y dejándonos llevar. Sintiéndonos libres, alocadamente libres.
El que iba más adelantado en la moto paró junto a la terraza de un bar. Todos los demás le imitamos aparcando junto a su moto. Era uno de esos bares en los que los británicos habían clavado su bandera y conquistado el territorio. La terraza estaba repleta de jóvenes rubias de ojos azules y de piel demasiado rojiza, achicharradas por el sol. Nos sentamos en la mesa que había frente a un grupo de cuatro o cinco de ellas, que estaban sentadas, bajo una sombrilla, mirando hacia el mar y nosotros nos sentamos entre ellas y el idílico paisaje, tapándoles la vista, sentados de espalda al mar, mirándolas descarada y provocativamente.
La camarera nos preguntó qué tomábamos, y como ninguno de mis amigos sabía prácticamente nada de inglés, todos me pedían a mí que yo les pidiera lo que les apetecía, sugiriendo tonterías como dos tercios del vaso con hielo picado, o en vaso helado, o con una sombrillita, o con dos rodajas de limón, una de naranja y cosas así, simplemente para reírse a mi costa sólo imaginando mi aprieto cuando tratara de explicarle a la camarera, en mi rústico y pobre inglés, todas sus extravagantes exigencias. Por supuesto que no les hacía caso y sólo solía atender aquellas que consideraba verdaderamente deseadas. Mientras escuchaba con desinterés sus exageradas peticiones observé que las despellejadas guiris color de gamba estaban tomando cerveza, todas la misma cerveza, y como una cerveza era lo que me apetecía a mí en ese momento, decidí, por motu propio, desoyendo sus peticiones, y para reírme yo en lugar de ellos, pedir las mismas cervezas que ellas estaban bebiendo para todos nosotros. Aún puedo disfrutar aquella vengativa y traidora sonrisa en mis labios mientras esperaba que la camarera trajese las cervezas para todos. Aquella fue la primera vez que probé una cerveza Judas.
Judas es una cerveza belga, de color oro, espuma muy blanca, con un alto porcentaje de alcohol (8,5%), muy potente, para tomar con tranquilidad, casi como si fuese una copa, con un diseño muy atractivo y llamativo de fondo negro y grandes letras rojas. Una cerveza traicionera como su bíblico nombre indica, pero que a mí me recuerda agradablemente a veranos dorados de asilvestrada libertad, risas contagiosas, arena en los pies, salitre entre los dedos y paseos en moto.
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