Hace unas horas que he vuelto de pasar un fin de semana sobre las harinosas playas de Chiclana, bajo un Sol que se preveía tímido en principio, y que resultó ser un exhibicionista picarón y descarado, que tostó mi piel y la de mis niños de muy mala manera. Un fin de semana de descaso en familia, sin horarios ni prisas. Un fin de semana de cortos recorridos: de la habitación al bufet del desayuno, de vuelta a la habitación, después a la piscina, de la piscina a la hamaca, de la hamaca de vuelta a la piscina, un paso por el bar, una cervecita a la que rendir tributo adecuado y de vuelta a la hamaca, algún libro, la prensa deportiva, los auriculares con música sabrosa, pero sobre todo, si de algo he abusado durante el fin de semana ha sido de las comilonas. Podría escribir tres post completos con todo lo que he comido, pero basta decir que he comido siempre bastante más de lo recomendado y muchísimo más de lo suficiente. ¿Qué le vamos a hacer? El autocontrol no fue nunca una de mis virtudes.
Hay costumbres que a fuerza de repetirlas se convierten en imprescindibles e irreemplazables y chiclanear se ha erigido como una de las más gustosas costumbres que hemos conseguido implantar en nuestro habitual inicio del verano, y que sea por muchos años.
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