El pasado martes 17 de agosto mi señora y yo iniciamos nuestro viaje veraniego, en esta ocasión el destino elegido fue Lisboa. Un viaje planeado con bastante antelación, pero al que no hicimos demasiado caso hasta pocas semanas antes de irnos, y es que la rutina diaria nos ha dejado poco tiempo para dedicarle a la preparación del mismo.
Teníamos un vuelo directo desde el aeropuerto de Málaga hasta Lisboa, lo que no sospechábamos es que volaríamos en una avioneta de hélices en lugar de un avión como Dios manda. Veintiuna personas completábamos en total el diminuto aeroplano, incluyendo la tripulación, que consistía básicamente en un piloto y un copiloto, pero tuvieron el detalle de dejarnos en cada asiento una pequeña caja de cartón con víveres para el trayecto, que incluían unos tapones para disminuir el estruendoso ruido del motor.
Pero de todo el vuelo lo peor estaba por venir. Tras un aterrizaje correcto nos dirigimos a la zona habilitada para recoger nuestro equipaje. La cinta transportadora comenzó a funcionar, al instante cayó una maleta -la mía- y la cinta siguió girando un buen rato pero no salió ninguna más. Tan sólo llegó una maleta, el resto de los pasajeros quedaron con cara de tontos esperando su equipaje, y es que parecía increíble que en un vuelo directo y con tan poco aforo, se pudiesen haber perdido las maletas, pero así fue.
Tras un buen rato haciendo cola para reclamar nuestra maleta perdida -la de Pepi- nos aseguraron que nos la enviarían al hotel a la mañana siguiente. Cogimos un taxi y nos fuimos dirección al hotel. El hotel HF Fenix Urban Lisboa está perfectamente situado cerca de una parada de metro próxima a la plaza del Marqués de Pombal. Una zona de la capital lusa principalmente hotelera.
Como habíamos perdido algo de tiempo por la maleta extraviada decidimos desplazarnos en metro al mismo centro para almorzar en un McDonalds que encontramos dentro del centro comercial Armazens Do Chiado -allí me cargué mi primera cerveza Super Bock-. Tras reponer fuerzas y ánimos nos dirigimos algo desorientados hasta la Praça Do Municipio, donde está la Cámara Municipal (Ayuntamiento), pero antes hicimos una pequeña parada para degustar nuestros primeros pasteles lisboetas -Pastéis de Belém-. Allí nos hicimos nuestras primeras fotos en Lisboa. Bien cerca está la Praça do Comércio que es una preciosa plaza situada a la ribera del río Tejo, como dicen los portugueses, o río Tajo para entendernos en cristiano. La Plaza del Comercio es mi plaza favorita de Lisboa. Está abierta hacia el tajo por un lado y el resto de lados está rodeada por magníficos edificios porticados con un Arco -Arco de la Victoria- que sirve de entrada principal hacia la ciudad por la vía Augusta, como así lo imaginó Pessoa en su libro de la ciudad. En el mismo centro de la Plaza está la escultura ecuestre de José I. La plaza está totalmente reconstruida después del catastrófico terremoto que sufrío la ciudad en 1775.
Seguimos descubriendo esta encantadora ciudad camino del Castelo Sao Jorge, deteniéndonos frente a la curiosa fachada de la Casa dos Bicos, donde se supone que se depositarán las cenizas del reciente y tristemente fallecido José Saramago. Seguimos cuesta arriba por el barrio de Alfama hasta la Catedral da Sé, de la que puedo afirmar que disfruté más de su exterior que de su interior. Nuestra próxima parada fue el Mirador de Santa Lucía, desde donde disfrutamos de las fabulosas vistas del Tajo, así como de Alfama y sus laberínticas calles. Seguimos aún más cuesta arriba hasta el Castelo Sao Jorge, desde donde ya sí se podía contemplar quietamente toda la ciudad.
Una vez que intentamos situar el plano de la ciudad en nuestra cabeza desde la estratégica posición del castillo de origen árabe, bajamos por inclinadas cuestas y escalones hasta la Praça da Figueira y seguidamente hasta la Praça Dom Pedro IV, popularmente conocida como Rossio. Ambas plazas son el verdadero centro de la vida lisboeta, siempre abarrotadas de gentío y con un continuo trasiego de vehículos, especialmente llamativos son sus peculiares tranvías.
Tanto subir y bajar escaleras, entre estrechas y angostas callejuelas nos abrió el apetito. Buscamos un lugar donde descansar los pies -especialmente Pepi, cuyo calzado apropiado se quedó en la maleta perdida- pero, sobretodo, donde poder llenar la panza. Nos decidimos por cenar en un típico restaurante del centro, en una agradable terraza, donde puedo asegurar que servían las jarras de cervezas bien frías -me pimplé dos- y el bacalao gratinado bien bueno.
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