El cuarto día en Lisboa lo dejamos para rematar las cosas que no habíamos visitado en los días anteriores. Nuestro primer destino era llegar hasta Campo Pequeno, para ello fuimos a pie atravesando la Praça do Duque de Saldanha y a lo largo de la Avenida de la República. En el trayecto nos encontramos con bonitas fachadas inspiradas en arquitectura Art Nouveau. Una vez que rodeamos la Plaza de Toros, admirados por la estructura circular en ladrillo rojo, nos sumergimos en la estación de metro que hay justo debajo de la plaza.
Nuestro siguiente objetivo era la Estación de Oriente, que es la parada obligatoria para visitar la Sede de la Exposición Universal de 1998. La estación es una estilizada y novedosa estación diseñada por el arquitecto español Santiago Calatrava para la inauguración de la Exposición. Entre la estación y el Parque de las Naciones se encuentra el Centro Comercial Vasco da Gama, que es una lógica continuación arquitectónica entre ambas instalaciones.
Lo primero que encontramos al entrar en el Parque de las Naciones desde el Centro Vasco da Gama es una escultura de grandes dimensiones del escultor portugués Jorge Vieira, que representa al Hombre-Sol, justo delante del Pabellón Atlántico, que es el pabellón de mayor tamaño de Portugal, aunque no pudimos dar fe de ello pues no podía visitarse porque sólo se utiliza para importantes espectáculos variados, pero, por otro lado, sí pudimos visitar el Oceanário de Lisboa, que es un enorme edificio -el segundo más grande de Europa-, cuya principal atracción es un gran tanque central donde coexisten gran cantidad de especies marinas. La primera impresión al estar delante del tanque es sentirse invadido por una serena quietud, una descansada tranquilidad de ver como los peces van y vienen contagiando su plena armonía marina. Uno siente querencia por sentarse delante de tan magno espectáculo e inundar su mente con los hipnóticos recorridos de los peces dentro del tanque.
A la salida del Oceanário nos montamos en el teleférico, que a Pepi no le hizo mucha gracia, y recorrimos, colgados en la cabina, la distancia desde el Oceanário hasta la Torre Vasco da Gama, que estaba en obras y no pudimos visitar. Después de tan calurosa experiencia, pues dentro de las cabinas apenas existía ventilación, volvimos al metro hacia la estación más cercana a la parte alta del Parque Eduardo VII. Bajo un sol acuciante y amenazador conseguimos llegar junto a la gigantesca bandera portuguesa en lo más alto del Parque. Desde allí hay una fenomenal vista del parque, la Avenida Liberdade y del centro de Lisboa, como una panorámica general del río Tajo.
Tanto caminar nos abrió el apetito y nos secó el gaznate, pero a estas alturas todos debéis saber que Pepi y yo sabemos como aliviarlos, así que, poco después, y sin pensarlo mucho, estábamos sentados delante de una suculenta mariscada. Puedo asegurar que no pudimos con todo, pero que con casi todo sí que pudimos. Dos horas después salimos por la puerta del restaurante literalmente doblados y aboyados de tan tremenda comilona. Decidimos que la mejor manera de reposar la mariscada era caminar un rato, pero el Lorenzo sobre nuestras cabezas tornó el pasear por un viaje en metro y una subida en funicular hasta el Mirador de San Pedro de Alcántara -en el Barrio Alto-, y es que lo que no alivia una buena caminata lo consigue una buena sentada y algo más de tiempo. De manera que, con excelentes vistas a la ciudad, y con la precaución de encontrar un banco favorecido por una generosa sombra, fuimos pasando la tarde mientras estudiábamos el mapa y decidíamos por qué callejuelas bajaríamos hasta llegar a la Plaça da Figueiras, intentando no perdernos la Igleisa de Sao Roque, las típicas fachadas da Rua da Trindade, el Teatro Trindade, la Cervejaria da Trindade, sin olvidar la Praça Luis de Camoes, para volver a pasar frente a la estatua de Pessoa en la cafetería A Brasileira. Continuamos, siempre hacia abajo, por Rua Garret primero y por Rua do Carmo después para una vez en la Praça da Figueira coger un típico tranvía que nos hiciera el recorrido hasta el Castelo Sao Jorge para, sin bajarnos, volver a la misma Plaza.
Desde ese momento, subimos y bajamos la gran mayoría de las calles principales de la Baixa que bajan hasta la Plaza del Comercio, asomándonos a las tiendas de souvenir, buscando algún pequeño recuerdo que llevarnos para España, callejeando de manera desordenada, esperando que la noche lisboeta nos empujara hacia nuestro hotel donde echamos el cerrojo a tan aprovechado día.
Tanto caminar nos abrió el apetito y nos secó el gaznate, pero a estas alturas todos debéis saber que Pepi y yo sabemos como aliviarlos, así que, poco después, y sin pensarlo mucho, estábamos sentados delante de una suculenta mariscada. Puedo asegurar que no pudimos con todo, pero que con casi todo sí que pudimos. Dos horas después salimos por la puerta del restaurante literalmente doblados y aboyados de tan tremenda comilona. Decidimos que la mejor manera de reposar la mariscada era caminar un rato, pero el Lorenzo sobre nuestras cabezas tornó el pasear por un viaje en metro y una subida en funicular hasta el Mirador de San Pedro de Alcántara -en el Barrio Alto-, y es que lo que no alivia una buena caminata lo consigue una buena sentada y algo más de tiempo. De manera que, con excelentes vistas a la ciudad, y con la precaución de encontrar un banco favorecido por una generosa sombra, fuimos pasando la tarde mientras estudiábamos el mapa y decidíamos por qué callejuelas bajaríamos hasta llegar a la Plaça da Figueiras, intentando no perdernos la Igleisa de Sao Roque, las típicas fachadas da Rua da Trindade, el Teatro Trindade, la Cervejaria da Trindade, sin olvidar la Praça Luis de Camoes, para volver a pasar frente a la estatua de Pessoa en la cafetería A Brasileira. Continuamos, siempre hacia abajo, por Rua Garret primero y por Rua do Carmo después para una vez en la Praça da Figueira coger un típico tranvía que nos hiciera el recorrido hasta el Castelo Sao Jorge para, sin bajarnos, volver a la misma Plaza.
Desde ese momento, subimos y bajamos la gran mayoría de las calles principales de la Baixa que bajan hasta la Plaza del Comercio, asomándonos a las tiendas de souvenir, buscando algún pequeño recuerdo que llevarnos para España, callejeando de manera desordenada, esperando que la noche lisboeta nos empujara hacia nuestro hotel donde echamos el cerrojo a tan aprovechado día.