miércoles, 29 de abril de 2015

Cádiz. Día 1

Mi santa y yo teníamos previsto escaparnos un fin de semana para huir de la ajetreada rutina que nos ocupa diariamente y también para celebrar nuestro decimotercer aniversario de boda y de camino aprovechar para conocer Cádiz. Decidimos esperar hasta el primer fin de semana después de nuestro aniversario en el cual el cielo estuviese despejado, porque pensamos que Cádiz no sería igual en días de lluvia. El tercer fin de semana de abril el cielo se despejó por fin.
 
Una de las mejoras sorpresas que Cádiz encierra es que no es una isla pero casi. Hay apenas un lazo de doscientos cincuenta metros de ancho y menos de tres kilómetros de largo que la une a San Fernando y al resto del continente. Cádiz está tan cerca de irse como de quedarse. Vista desde el cielo Cádiz debe parecer una ciudad cubierta de terrazas, con calles alargadas, estrechas y paralelas que dividen en torno a ellas el crucigrama de sus parques.

Tuvimos la suerte de aparcar el coche a menos de cincuenta metros de la puerta del hotel, en primera línea de playa, y tras dejar el equipaje en la habitación tomamos un autobús -como nos aconsejaron en recepción- que nos llevó hasta el centro.

La primera visión de Cádiz que atesoramos fue su catedral, que está situada casi al borde del mar y junto a nuestra última parada del autobús. Está tan cerca del mar que la catedral parece hacer la funciones de faro. No se puede decir que tenga un tamaño excesivo, pero tampoco que sea reducida. La cúpula dorada rematando el crucero de la cruz latina en planta, le confiere desde el exterior un aspecto extrañamente bizantino. También llama la atención el aspecto bicolor de sus muros, que, según parece, es debido a la utilización de distintos materiales a lo largo de su construcción.
 
Tras rodear la catedral y como se acercaba la hora de papear y el gaznate había comenzado a secarse, nos dirigimos al mercado de abastos, donde se vende una variedad inmensa de pescados, y a última hora del mediodía, en el mismo mercado, antes de comenzar a recoger los puestos de venta, ya están funcionando pequeños comercios donde se venden raciones típicas. A esa hora el mercado comienza a abarrotarse de gentío, y hay un constante hormigueo de personas que van de un sitio a otro, como nerviosos, de puesto en puesto, picando en cartuchos un poco de allí y otro poco de allá, entre un intenso olor a tortillas de camarones, adobo frito y a gambas peladas que lo inunda todo. Tomamos posesión de dos banquetas en una mesa alta  y dimos buena cuenta de algunas raciones típicas. Todo bien fresco y a un precio estupendo.
 
En las calles de Cádiz la brisa marina entra y sale casi en un salto, y es una ciudad tan llana y reducida que podría pensarse que las olas entrarían por un lado y romperían justo en el otro lado. En un momento de nuestra visita, al girar una esquina uno puede encontrarse la voluminosa estampa de un transatlántico desplazándose lentamente, como si el desproporcionado barco rodara por una amplia avenida al fondo de la calle.

Una vez saciado el apetito bajamos hasta la Peña Flamenca Juanito Villar, donde a la sombra de sus soportales tomamos un café justo antes de iniciar nuestro paseo hacia el Castillo de San Sebastián, desde donde se disfruta de unas inigualables vistas de la playa de la Caleta y de su Balneario. Regresamos en nuestro paseo hacia el barrio de La Viña, por la calle Virgen de la Palma, visitamos la Iglesia de San Nicolás y seguimos hasta el famosísimo Gran Teatro de Falla, y desde allí continuamos hasta la plaza de San Antonio, donde me llamó la atención la belleza del conjunto de las siete ventanas y los balcones con balaustradas de la Casa de Aramburu. A cuatro pasos de allí está la Plaza de Mina, que rodeamos antes de proseguir hasta la Plaza de San Francisco, donde detuvimos nuestros pasos un buen rato en un banco público, disfrutando de la apacible tranquilidad que envolvía la plaza, y poco después, una vez recuperados los pies, visitamos la Iglesia de San Francisco.

Continuamos nuestro recorrido por Cádiz dirigiéndonos hacia la Plaza de España, donde está el fastuoso monumento a la Constitución de 1812, el cual, a esa hora de la tarde, señalaba con su  alargada sombra hacia la Avenida de América. Nos colocamos bajo su sombra y desde su fresco parapeto tuvimos una espléndida panorámica completa del conjunto del monumento con el perfil de la Casa de las Cinco Torres justo detrás, como si le guardaran la espalda.

A esa hora tonta y adormecedora del café nos acercamos hasta una de las plazas que nos faltaban por visitar, la Plaza de Candelaria, donde yo sabía, porque lo había buscado por Internet, que estaba uno de esos escasos lugares históricos y distinguidos  que quedan en las ciudades, el Restaurante Café Royalty, donde mi santa y yo disfrutamos de un estupendo café y de un buen trozo de tarta Sacher, que nos trajo estupendos recuerdos de nuestra viaje a Viena.


Abandonamos la plaza y callejeamos hasta llegar a la plaza San Juan de Dios, conocida como Plaza del Ayuntamiento. Desde allí nos dirigimos hacia la Catedral por la abarrotada calle Pelota. Todo este recorrido lo hicimos muy pausadamente, disfrutando todo lo que supimos de sentirnos dos turistas con todo el tiempo del mundo para nosotros. Conversando mientras caminábamos y deteniéndonos en los abarrotados escaparates con souvenirs que llevarles a los niños.

Empezaba a oscurecer y ya comenzamos a notar el cansancio haciendo presencia en nuestro cuerpo. De manera que nos acercamos al barrio de Las Viñas para picar algo para cenar. Probamos algunos platos distintos, como morena en adobo y ortiguillas fritas, que son algas de mar, pero también tomamos nuestra tortillita de camarones, ¿cómo no? y en mi caso un par de cervezas bien frías.

Para bajar la cena nos dirigimos al paseo marítimo y junto al Atlántico y bajo un cielo estrellado  caminamos hasta la Plaza del Ayuntamiento, donde finalmente cogimos un taxi que nos llevó hasta el hotel.

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