Mi amigo Miguel hace tiempo me recomendó que leyera a John Banville, de manera que apunté el consejo en la escuálida memoria flash que padezco y me puse manos a la obra. Banville me llevó a Benjamin Black, seudónimo negro del mismo autor y en las navidades pasadas le pedí a mis Reyes Magos particulares su primera novela negra, El secreto de Christine, la iniciática entrega del melancólico patólogo irlandés, Quirke. Un personaje del que uno se enamora sin remedio, más por lo que piensa que por lo que hace y dice.
Según parece (aún no he leído el envés y el revés del mismo autor) Banville es un reposado e inspirado creador, mientras que Black es un afanoso y perseverante obrero. En cualquier caso, después de rescatar la novela de la larga fila que le adelantaba, he comenzado por el eficaz operario y puedo decir que antes de terminar el segundo capítulo ya estaba agenciándome la segunda entrega.
La novela está situada en el Dublín de los años cincuenta, y es tremendamente adictiva y elegante, a veces triste, a veces tierna, con un soberbio humor irónico y casi siempre perjudicial para mi salud, porque leyendo sus páginas he sentido, en más de una ocasión, el irremediable impulso de acompañar la lectura con un Glengoyne de 12 años que atesoraba entre el resto de licores. Brindo por ello.
Una vez terminada la novela, no sé si prefiero seguir leyendo a Benjamin Black o saltar a John Banville. Mientras me decido leeré otra cosa, aunque no puedo evitar tener la mente ocupada desentrañando cuál será mi próxima elección. ¿Banville o Black?
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