Para nuestra segunda jornada en Bélgica habíamos pensado en visitar Brujas, ciudad que Pepi y yo ya conocíamos de nuestro viaje hace tres años, pero no nos importaba repetir en absoluto, es más, estábamos convencidos de que a los niños les iba a encantar. De manera que pusimos el despertador bien temprano para aprovechar mejor el día, y bajamos a desayunar al bufet del hotel cuando aún estaba amaneciendo. El bufet era bastante completo, aunque el café no era ninguna maravilla, en cambio, ofrecía una amplia diversidad de productos fríos.
Una vez las energías restablecidas para comenzar el día, salimos caminando en dirección a la estación Comte de Flandre, que supongo significará Conde de Flandes, o algo así, que estaba a unos 600 metros aproximadamente desde la puerta del hotel. Un paseo para calentar articulaciones. La estación es la más profunda de la ciudad, pues pasa por debajo del Canal de Charleroi. Por ella pasan la línea 1 y 5, y ambas van directamente hacia la Gare Central, que es donde nos apeamos, pues queríamos enlazar con un tren que nos llevara a Brujas.
En la bulliciosa Gare Central compramos dos billetes (los niños viajan gratis) en dirección a Ostende, que paraba en Brujas. Creo recordar que hizo un par de paradas más, una en la Gare du Nord de Bruselas y la siguiente en Gante, ciudad que también conocemos del viaje anterior, pero que en este viaje no podíamos detenernos a visitar. El tren siguió hasta Ostende pero nosotros nos bajamos en Brujas.
En la bulliciosa Gare Central compramos dos billetes (los niños viajan gratis) en dirección a Ostende, que paraba en Brujas. Creo recordar que hizo un par de paradas más, una en la Gare du Nord de Bruselas y la siguiente en Gante, ciudad que también conocemos del viaje anterior, pero que en este viaje no podíamos detenernos a visitar. El tren siguió hasta Ostende pero nosotros nos bajamos en Brujas.
El tren a Brujas tarda poco menos de una hora. Es un viaje cómodo y tranquilo, aunque ese día, como era domingo y además la predicción climática era de un cielo despejado, había más gente de la que podíamos presuponer.
Brujas es conocida como la Venecia del norte, y es una ciudad verdaderamente encantadora. El entorno medieval y el perfil de sus edificios nos transportaron a un tiempo distinto, probablemente más sanguinario y bárbaro, pero que, por alguna razón que desconozco, confiere un aire soñador a nuestras miradas. Las calles empedradas, la vertiginosa esbeltez de sus múltiples torres, los rincones inesperados con vistas a los canales, el fluir calmado de los botes, los diversos olores a azúcar tostada, el eco de los cascos de los caballos llevando los carruajes turísticos... todo en general inspiraba elegancia y ensoñación. Miguel y Sofía estaban todo el tiempo boquiabiertos y a nosotros nos encantaba esa expresión en sus caras.
Desde la estación de Brujas, paseamos callejeando siguiendo el norte que nos señalaba la aguja de la torre de Nuestra Señora de Brujas, por estrechas aceras y entre hermosas fachadas de piedras pintadas de color blanco, con robustas puertas lacadas en verde o en rojo, que se combinaban con macetas del mismo color en las ventanas enrejadas. El cielo acompañaba nuestro recorrido con una luminosidad infrecuente para las fechas prenavideñas en la que nos encontrábamos. Casi por inercia nos acercamos al Begijnhof, pero antes tuvimos que detenernos a tomar café obligados por las necesidades perentorias de Miguelito, que no tenía muchas ganas de hacer un Manneken Pis en la calle con el frío que desplegaba la mañana, y menos aún con tanto turista paseando con cámaras en las manos.
Después del alto, continuamos hasta el Begijnhof y como estaba abierto pudimos entrar en él. Paseamos sosegadamente junto a sus inclinados troncos, respirando la tranquilidad de un lugar cultivado durante siglos por la laboriosidad de sacrificadas beguinas, y visitamos la iglesia del convento. A la salida nos embelesamos con las cautivadora escena de los cisnes sobre el canal. Una mujer que traía una gran bolsa de pan para alimentar a los cines y patos les dio a Sofía y a Miguel una buena cantidad de pan y ellos lo pasaron en grande echándosela. Algunos turistas fotografiaban la escena que protagonizaban nuestros niños, pero nosotros simplemente disfrutábamos de ella.
Tras deambular durante un buen rato de una esquina a otra de la plaza frente al Begijnhof, regresamos por donde habíamos venido y pasamos de nuevo por la Iglesia de Nuestra Señora de Brujas, rodeándola y pagando la entrada para visitarla. Dentro está una de las obras maestras de Miguel Ángel, Madonna y niño, y también el soberbio cuadro Los siete dolores de María atribuido a Adriaan Isenbrandt. Tras la visita continuamos hacia la Catedral de San Salvador giramos a la derecha, hacia el canal, donde hay una parada para coger los barcos turísticos de la ciudad. Los niños estaban entusiasmados con la idea y decidimos que era un buen momento para hacerlo.
El paseo el barco duró alrededor de media hora, y recorre gran parte de los rincones más bellos de Brujas. El guía hablaba algo de español y como sabía que lo éramos, explicó todo lo que supo y pudo para nosotros. Fue un paseo muy agradable excepto por el frío que hacía a la intemperie del barco al nivel del agua del canal. Al finalizar el paseo turístico estábamos helados y sólo se nos ocurrió hacerle frente cobijándonos en un restaurante para almorzar.
Nos dirigimos hacia la Grote Markt, que estaba ambientadísima, pues habían instalado un mercadillo navideño con una pista de hielo para patinaje. Sin pensárnoslo mucho entramos en Le panier d'Or, que es un restaurante situado en uno de los laterales de la misma plaza, que ya conocíamos también de nuestra anterior visita a Brujas. El ambiente en el interior era espléndido. Los camareros iban de un lugar para otro alzando bandejas con grandes copas de cervezas, la decoración elegantemente navideña, el bullicio de los comensales, la chimenea en una esquina del salón principal calentando el espacio, todo en conjunto daba un aire acogedor al restaurante que era una delicia para nuestros sentidos. La animación y alegría de la escena redondeaba y agrandaba nuestras sensaciones. Disfruté enormemente ese almuerzo: los mussels y la Karmeliet Tripel que saboreé. Un recuerdo magnífico.
Salimos del restaurante con la intención de contemplar la plaza pausadamente, fotografiándonos desde casi cualquier ángulo posible, intentando enmarcar dentro del objetivo a la octogonal torre Belfort, o campanario medieval, y al extraordinario mercado cubierto.
La noche comenzaba a desplegar su manto y la atmósfera navideña aún destacaba más con la generosa iluminación de la plaza. Entre los múltiples puestos instalados en la plaza, se encontraban varios que vendían wafels artesanos (gofres), cuyo olor prácticamente envolvía a toda la localidad, y como habíamos decidido no tomar postre en el restaurante, para saborear, una vez más, los riquísimos wafels, nos pusimos en cola para esperar nuestro turno.
Seguidamente entramos en el mercado cubierto para subir a su amplia terraza, que nos sirvió de balcón para contemplar desde una altura mayor toda la grandeza de la plaza. Volvimos a la plaza y después de pasear distraídamente alrededor de ella, salimos en dirección al Ayuntamiento de Brujas, edificio gótico del siglo XV situado en la Plaza Burg, donde también se encuentra la Basílica de la Santa Sangre, cuya fachada debe ser un verdadero orgullo para toda la ciudad. Abandonamos la plaza por el Callejón del asno ciego y cruzamos a la derecha, justo antes del Mercado del pescado, contemplando el irregular perfil de los tejados y la constante línea de agua sobre las fachadas que dan a los canales, mareados por el síndrome de Stendhal fuimos poco a poco abandonando la ciudad en dirección a la estación, donde tomamos el tren de vuelta a Bruselas.
El tren estaba abarrotado de gente y hubo personas que no se pudieron sentar y tuvieron que hacer el viaje de pie, pero nosotros tuvimos suerte y encontramos asiento para todos, aunque no estuvimos juntos. Llegamos a Bruselas y desde la misma estación de tren tomamos un metro que nos llevó a la Plaza de St Catherine, donde estaba instalado el mercado de navidad más grande de Bruselas y también una noria inmensa. Paseamos y recorrimos todo el mercado y tras mucha insistencia de los niños decidimos montarnos en la noria. Pepi no es una gran amiga de los vaivenes y yo, la verdad, tampoco soy muy amigo de las alturas, pero a pesar de nuestra poca predisposición, aceptamos montarnos. Desde lo alto de la noria se disfruta de unas vistas inigualables, aunque Pepi no las disfrutó porque se tiró las tres vueltas con los ojos cerrados, asustada y temblando de frío.
Al bajar compramos unas salchichas y unas frites, que es como llaman allí a las patatas fritas que sirven en cartuchos, y con eso no despedimos de una jornada extenuante. Paramos un taxi y regresamos al cálido descanso que nos ofrecía la habitación del hotel.
Desde la estación de Brujas, paseamos callejeando siguiendo el norte que nos señalaba la aguja de la torre de Nuestra Señora de Brujas, por estrechas aceras y entre hermosas fachadas de piedras pintadas de color blanco, con robustas puertas lacadas en verde o en rojo, que se combinaban con macetas del mismo color en las ventanas enrejadas. El cielo acompañaba nuestro recorrido con una luminosidad infrecuente para las fechas prenavideñas en la que nos encontrábamos. Casi por inercia nos acercamos al Begijnhof, pero antes tuvimos que detenernos a tomar café obligados por las necesidades perentorias de Miguelito, que no tenía muchas ganas de hacer un Manneken Pis en la calle con el frío que desplegaba la mañana, y menos aún con tanto turista paseando con cámaras en las manos.
Después del alto, continuamos hasta el Begijnhof y como estaba abierto pudimos entrar en él. Paseamos sosegadamente junto a sus inclinados troncos, respirando la tranquilidad de un lugar cultivado durante siglos por la laboriosidad de sacrificadas beguinas, y visitamos la iglesia del convento. A la salida nos embelesamos con las cautivadora escena de los cisnes sobre el canal. Una mujer que traía una gran bolsa de pan para alimentar a los cines y patos les dio a Sofía y a Miguel una buena cantidad de pan y ellos lo pasaron en grande echándosela. Algunos turistas fotografiaban la escena que protagonizaban nuestros niños, pero nosotros simplemente disfrutábamos de ella.
Tras deambular durante un buen rato de una esquina a otra de la plaza frente al Begijnhof, regresamos por donde habíamos venido y pasamos de nuevo por la Iglesia de Nuestra Señora de Brujas, rodeándola y pagando la entrada para visitarla. Dentro está una de las obras maestras de Miguel Ángel, Madonna y niño, y también el soberbio cuadro Los siete dolores de María atribuido a Adriaan Isenbrandt. Tras la visita continuamos hacia la Catedral de San Salvador giramos a la derecha, hacia el canal, donde hay una parada para coger los barcos turísticos de la ciudad. Los niños estaban entusiasmados con la idea y decidimos que era un buen momento para hacerlo.
El paseo el barco duró alrededor de media hora, y recorre gran parte de los rincones más bellos de Brujas. El guía hablaba algo de español y como sabía que lo éramos, explicó todo lo que supo y pudo para nosotros. Fue un paseo muy agradable excepto por el frío que hacía a la intemperie del barco al nivel del agua del canal. Al finalizar el paseo turístico estábamos helados y sólo se nos ocurrió hacerle frente cobijándonos en un restaurante para almorzar.
Nos dirigimos hacia la Grote Markt, que estaba ambientadísima, pues habían instalado un mercadillo navideño con una pista de hielo para patinaje. Sin pensárnoslo mucho entramos en Le panier d'Or, que es un restaurante situado en uno de los laterales de la misma plaza, que ya conocíamos también de nuestra anterior visita a Brujas. El ambiente en el interior era espléndido. Los camareros iban de un lugar para otro alzando bandejas con grandes copas de cervezas, la decoración elegantemente navideña, el bullicio de los comensales, la chimenea en una esquina del salón principal calentando el espacio, todo en conjunto daba un aire acogedor al restaurante que era una delicia para nuestros sentidos. La animación y alegría de la escena redondeaba y agrandaba nuestras sensaciones. Disfruté enormemente ese almuerzo: los mussels y la Karmeliet Tripel que saboreé. Un recuerdo magnífico.
Salimos del restaurante con la intención de contemplar la plaza pausadamente, fotografiándonos desde casi cualquier ángulo posible, intentando enmarcar dentro del objetivo a la octogonal torre Belfort, o campanario medieval, y al extraordinario mercado cubierto.
La noche comenzaba a desplegar su manto y la atmósfera navideña aún destacaba más con la generosa iluminación de la plaza. Entre los múltiples puestos instalados en la plaza, se encontraban varios que vendían wafels artesanos (gofres), cuyo olor prácticamente envolvía a toda la localidad, y como habíamos decidido no tomar postre en el restaurante, para saborear, una vez más, los riquísimos wafels, nos pusimos en cola para esperar nuestro turno.
Seguidamente entramos en el mercado cubierto para subir a su amplia terraza, que nos sirvió de balcón para contemplar desde una altura mayor toda la grandeza de la plaza. Volvimos a la plaza y después de pasear distraídamente alrededor de ella, salimos en dirección al Ayuntamiento de Brujas, edificio gótico del siglo XV situado en la Plaza Burg, donde también se encuentra la Basílica de la Santa Sangre, cuya fachada debe ser un verdadero orgullo para toda la ciudad. Abandonamos la plaza por el Callejón del asno ciego y cruzamos a la derecha, justo antes del Mercado del pescado, contemplando el irregular perfil de los tejados y la constante línea de agua sobre las fachadas que dan a los canales, mareados por el síndrome de Stendhal fuimos poco a poco abandonando la ciudad en dirección a la estación, donde tomamos el tren de vuelta a Bruselas.
El tren estaba abarrotado de gente y hubo personas que no se pudieron sentar y tuvieron que hacer el viaje de pie, pero nosotros tuvimos suerte y encontramos asiento para todos, aunque no estuvimos juntos. Llegamos a Bruselas y desde la misma estación de tren tomamos un metro que nos llevó a la Plaza de St Catherine, donde estaba instalado el mercado de navidad más grande de Bruselas y también una noria inmensa. Paseamos y recorrimos todo el mercado y tras mucha insistencia de los niños decidimos montarnos en la noria. Pepi no es una gran amiga de los vaivenes y yo, la verdad, tampoco soy muy amigo de las alturas, pero a pesar de nuestra poca predisposición, aceptamos montarnos. Desde lo alto de la noria se disfruta de unas vistas inigualables, aunque Pepi no las disfrutó porque se tiró las tres vueltas con los ojos cerrados, asustada y temblando de frío.
Al bajar compramos unas salchichas y unas frites, que es como llaman allí a las patatas fritas que sirven en cartuchos, y con eso no despedimos de una jornada extenuante. Paramos un taxi y regresamos al cálido descanso que nos ofrecía la habitación del hotel.
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