Bruselas es la capital de Bélgica y una ciudad maravillosa, cosmopolita, situada en pleno corazón de Europa, epicentro de la Unión Europea y desde este pasado fin de semana el destino hacia el cual mi santa, nuestros hijos, Sofía y Miguel, y yo, realizamos nuestro primer viaje juntos al extranjero.
Así es, el sábado, poco antes de las diez de la mañana embarcábamos en un avión de
Ryanair con dirección al aeropuerto de
Zaventem, o Bruselas internacional, con la intención de disfrutar de nuevas experiencias. La primera para los niños fue coger un avión, su primer vuelo. Sin embargo, Miguel, el chiquitín de seis años y dos meses, parecía haberlo vivido todo con anterioridad, o al menos eso es lo que él quería hacernos creer. Quería ser el primero en subir por la escalera del avión y en buscar asiento, así como abrocharse el cinturón de seguridad del asiento del avión, porque según afirmaba "el listillo" ya sabía, a pesar de que nunca se había montado en uno. Evidentemente necesitó ayuda.
Nada más subir al avión, lo primero que hizo fue asomarse a la cabina, aunque en realidad andaba buscando el servicio, pero ya que estaba allí, entró y saludó al piloto. Al servicio fueron ambos unas cuantas veces, consecuencia directa a que no paraban de beber, porque como no consiguieron dormir ni un solo minuto, pues comenzaron a aburrirse, y ya se sabe que nada hay para vencer el sueño y el aburrimiento como estirar las piernas en un paseo, aunque sea corto.
Justo después del aterrizaje bajamos a la planta inferior del aeropuerto, donde está la estación ferroviaria, y donde tomamos el tren que nos llevaría en apenas quince o veinte minutos a la Gare Central de Bruselas. Desde allí tomamos un taxi que nos llevó al hotel.
Una vez instalados en la habitación 202 del Meininger Hotel, nos abrigamos voluminosamente y salimos a almorzar algo, porque entre unas cosas y otras ya eran más de las tres de la tarde, y a esa hora, por muy expectante que esté uno por vivir nuevas experiencias, difícilmente consigue engañar al estómago. Así que sin perder mucho el tiempo comimos algo rápido en un turco que estaba cerca del hotel. Mi gran decepción fue cuando le pregunté qué cervezas tenía y me dijo que no vendía cerveza de ningún tipo. No me lo podía creer, y en un primer instante pensé que era broma, pero en cuanto comprendí que no bromeaba, blasfemé hacia mis adentros en arameo. Pero como no hay nada que pueda torcer la rígida voluntad de un hombre tozudo cuando a éste se le mete algo en la cabeza, le pregunté si tenía algún inconveniente a que se bebiese alcohol en su local y me dijo que no, que simplemente no tenía licencia para vender alcohol, entonces le pedí permiso para comprarme una cerveza fuera y llevarla a su local, y en cuanto me contestó que no le importaba, mic mic, salí por la puerta y regresé con mi adorado tesoro antes de que me sirviera el kebab sobre la mesa. Cerveza que ya presentaré, en su debido momento, en este blog.
Una vez relleno el depósito nos acercamos al metro, y compramos un billete válido para diez viajes en la estación
Bourse, que era la que teníamos más cercana, y desde allí nos dirigimos a la parada de
Maelbeek, la estación más cercana al
Museo de Ciencias Naturales de Bruselas, nuestro primer objetivo. No disponíamos de mucho tiempo así que aceleramos el paso todo lo que pudimos, cortamos por el
Parque de Leopold, para llegar con suficiente tiempo para visitar el Museo. Miguel disfrutó muchísimo viendo los huesos de los mismos dinosaurios que él tiene como juguetes. Andaba maravillado por el tamaño mastodóntico de los dinosaurios, y como el museo a esa hora estaba prácticamente desierto, les daba la impresión de que, de un momento a otro, los dinosaurios iban a tomar vida, como en aquella película que vimos los cuatro juntos en casa no hace mucho,
Noche en el Museo.
Cuando nos echaron del museo paramos un taxi que nos llevó hasta la
Gare Central, desde donde iniciamos nuestra primera visita por el centro. La primera parada fue la
Galería Royal Saint Hubert, donde aún estaban muchas tiendas abiertas. Atravesamos la galería de principio a fin, fascinados por los engalanados escaparates de las tiendas y por la elegante y lujosa decoración de su cúpula de cristal. Abandonamos la galería por el otro extremo y paseamos callejeando hacia
De Brouckere, y continuamos en espiral hasta finalmente caer en el encanto magnético de la
Grand Place. A mi juicio una de las plazas más bellas que he visitado.
En el centro de la plaza, junto a un magnifico árbol de navidad, decorado con espejos, como extasiados, disfrutamos de la contemplación de la armonía de la fachadas y de la fastuosidad de sus detalles ornamentales. Por si fuese poco, además, durante las fechas navideñas, en la plaza se lleva a cabo un espectáculo de luces y sonido verdaderamente deslumbrante, con un juego sincronizado de música y luz que provoca una sensación casi indescriptible. Precioso.
Después de tan extraordinario goce nos dirigimos no muy lejos de allí, hacia la plaza donde está situado el
Manneken Pis, sin antes dejar de acariciar la brillante y gélida superficie de
Everarad t'Serclaes, que te concede, según cuenta la leyenda, la posibilidad de regresar algún día de nuevo a Bruselas. A nosotros, por ahora, se nos ha cumplido una vez. Veremos la segunda.
El
Manneken Pis estaba desnudito a pesar de la fría temperatura que climatizaba los exteriores de Bruselas, y como siempre que hemos pasado junto a su rechoncha figura estaba rodeado de turistas disparándoles flashes con sus cámaras. Nosotros no fuimos menos y también le flasheamos en su eterna meada.
Junto al
Manneken Pis están situados varios de los mejores locales de venta de gofres que hay en la ciudad y el estimulante olor que desprenden abren el apetito de mala manera, así que sin pensárnoslo mucho nos dirigimos, lo más directo que supimos, hacia el mercado navideño que habíamos visto horas antes frente al majestuoso edificio de la
Bourse. Allí, entre los numerosos puestos navideños que hay provisionalmente instalados, tomamos unas salchichas deliciosas y también, como postre, un gofre que mi santa y mi hija tanto anhelaban. Miguel y yo compartimos uno y no crean que salí ganando, pues Miguelito comió más que yo.
La noche cada vez parecía desplegarse más fría y húmeda sobre nosotros, por lo que decidimos encaminamos hacia la
Boursplein donde sabíamos que había una parada de taxi. Tuvimos suerte pues había un taxi allí esperándonos. Miguel y Sofía estaban encantados de volver en taxi y no tener que dar un paso más.
En aquellos momentos pocas cosas podíamos encontrar más reconfortantes que la calidez de una habitación de hotel tras una jornada de turismo por una ciudad centroeuropea en un gélido mes de diciembre. Un buen baño caliente, un pijama suave y un colchón grato son los ingredientes apropiados para un descanso recuperador. Sofía, además, estaba encantada con la posibilidad de dormir en la parte alta de una litera. Su primera vez. Yo también estaba recreándome ante la idea de que esa noche, por primera vez, iba a dormir en un edificio, el cual, hace no tantos años, era una fábrica cervecera.