Comenzamos nuestro deseado viaje aterrizando en Bruselas, a pesar de que nuestro primer destino era Brujas, una de las ciudades más románticas y bellas que jamás he visitado.
Desde el mismo aeropuerto de Bruselas tomamos un tren que nos llevó hasta Brujas, aunque tuvimos que hacer escala en Bruselas Nord, donde además aprovechamos para almorzar un bocado rápido y, en mi caso, tomarme mi primera cerveza belga. Una vez que llegamos a la estación de trenes de Brujas, sabiendo que estaba algo alejada del hotel y que como además íbamos cargados con pesadas maletas, decidimos coger un taxi que nos llevara hasta el hotel.
Desde el mismo aeropuerto de Bruselas tomamos un tren que nos llevó hasta Brujas, aunque tuvimos que hacer escala en Bruselas Nord, donde además aprovechamos para almorzar un bocado rápido y, en mi caso, tomarme mi primera cerveza belga. Una vez que llegamos a la estación de trenes de Brujas, sabiendo que estaba algo alejada del hotel y que como además íbamos cargados con pesadas maletas, decidimos coger un taxi que nos llevara hasta el hotel.
El hotel que teníamos reservado con bastante antelación en Brujas cumplió ampliamente las expectativas que teníamos puestas en él y resultó ser un hotel elegante y lujoso, muy recomendable, a pocos pasos de la plaza del Stadhuis van Brugge (Ayuntamiento de Brujas), un magnífico edificio histórico de seis siglos de antigüedad, estratégicamente situado en el centro de la ciudad. Sin embargo nuestra primera visita era el Begijnhof, que al ser un interior visitable, con esos horarios antituristas que ofrecen los belgas en la mayoría de sus atracciones, tuvimos que adelantar a cualquier visita para no perdérnosla.
Desde el hotel, una vez hecho el check in, camino al Begijnhof, nos deleitamos con preciosas estampas de la ciudad que también es conocida como la Venecia del norte. Llegamos al convento de las beguinas, conocido como Begijnhof, que está formado por unas treinta casas blanqueadas y una iglesia, todas ellas alrededor de un cuidado jardín que recordaba a otra época, y que nos sirvió como una perfecta primera toma de contacto con la tranquilidad que veníamos buscando y hasta cierto punto necesitando.
Salimos relajados del convento con la intención de callejear desde allí hasta la Grote Markt (Plaza Mayor), dejándonos llevar entre el gentío por las estrechas y angostas calles que los alrededores nos fueron descubriendo. Encontramos una gran cantidad de locales, todos muy bien decorados, como tabernas, tiendas de souvenirs, o chocolaterías, pero por lo que nos sentimos atraídos especialmente fue por el olor de los locales donde se servían los wafels (gofres), y así fue como sin darnos cuenta, guiados por el hipnotizador y delicioso olor, tomamos asiento en uno de esos locales y nos tomamos nuestros primeros gofres acompañados de un caffè latte (café con leche). Sin palabras.
Abandonamos el local con los ojos entornados y la tripa saciada, y continuamos con nuestro vagabundeo por las enredadas calles adoquinadas de esta encantadora ciudad, cruzando canales de cientos de años de antigüedad, haciéndonos fotos con atractivas panorámicas, deteniéndonos en plazas con paredes pintadas en diversos colores, todo verdaderamente romántico, una ciudad que mantiene casi completamente intacta su estructura medieval.
Después de un buen rato de paseo por el casco antiguo, declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco, con Pepi sufriendo en sus tobillos el irregular piso que ofrece el empedrado de las calles, llegamos a la Grote Markt. Una plaza preciosa, de las más bonitas que he visto, con la torre Belfort (campanario) y el Mercado cubierto, de forma rectangular, situado muy cerca de la plaza del Ayuntamiento.
No pudimos evitar tomar asiento en una de las múltiples terrazas que existen en la Plaza Mayor. Pedimos de entrada pan de ajo, y probamos por primera vez los mejillones típicos de la zona y el estofado tradicional de Flandes y las frittes, que no son otra cosa que patatas fritas, eso sí, riquísimas. Todo estaba para chuparse los dedos. Además acompañamos la comida con cervezas típicas de la región, la mía fue una bien grande de doble fermentación, con un alto contenido en alcohol que achispó mi cabeza, y cuando nos levantamos de la mesa, para volver al hotel, sujeté a mi señora por encima del hombro, aunque no quedaba muy claro quién sostenía a quién, y con una noche estrellada volvimos a la confortable habitación, y pusimos fin a la que fue una perfecta primera jornada de viaje.
Desde el hotel, una vez hecho el check in, camino al Begijnhof, nos deleitamos con preciosas estampas de la ciudad que también es conocida como la Venecia del norte. Llegamos al convento de las beguinas, conocido como Begijnhof, que está formado por unas treinta casas blanqueadas y una iglesia, todas ellas alrededor de un cuidado jardín que recordaba a otra época, y que nos sirvió como una perfecta primera toma de contacto con la tranquilidad que veníamos buscando y hasta cierto punto necesitando.
Salimos relajados del convento con la intención de callejear desde allí hasta la Grote Markt (Plaza Mayor), dejándonos llevar entre el gentío por las estrechas y angostas calles que los alrededores nos fueron descubriendo. Encontramos una gran cantidad de locales, todos muy bien decorados, como tabernas, tiendas de souvenirs, o chocolaterías, pero por lo que nos sentimos atraídos especialmente fue por el olor de los locales donde se servían los wafels (gofres), y así fue como sin darnos cuenta, guiados por el hipnotizador y delicioso olor, tomamos asiento en uno de esos locales y nos tomamos nuestros primeros gofres acompañados de un caffè latte (café con leche). Sin palabras.
Abandonamos el local con los ojos entornados y la tripa saciada, y continuamos con nuestro vagabundeo por las enredadas calles adoquinadas de esta encantadora ciudad, cruzando canales de cientos de años de antigüedad, haciéndonos fotos con atractivas panorámicas, deteniéndonos en plazas con paredes pintadas en diversos colores, todo verdaderamente romántico, una ciudad que mantiene casi completamente intacta su estructura medieval.
Después de un buen rato de paseo por el casco antiguo, declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco, con Pepi sufriendo en sus tobillos el irregular piso que ofrece el empedrado de las calles, llegamos a la Grote Markt. Una plaza preciosa, de las más bonitas que he visto, con la torre Belfort (campanario) y el Mercado cubierto, de forma rectangular, situado muy cerca de la plaza del Ayuntamiento.
No pudimos evitar tomar asiento en una de las múltiples terrazas que existen en la Plaza Mayor. Pedimos de entrada pan de ajo, y probamos por primera vez los mejillones típicos de la zona y el estofado tradicional de Flandes y las frittes, que no son otra cosa que patatas fritas, eso sí, riquísimas. Todo estaba para chuparse los dedos. Además acompañamos la comida con cervezas típicas de la región, la mía fue una bien grande de doble fermentación, con un alto contenido en alcohol que achispó mi cabeza, y cuando nos levantamos de la mesa, para volver al hotel, sujeté a mi señora por encima del hombro, aunque no quedaba muy claro quién sostenía a quién, y con una noche estrellada volvimos a la confortable habitación, y pusimos fin a la que fue una perfecta primera jornada de viaje.
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