Cuando Montero Glez escribe de fútbol lo hace de manera sabrosona y disfrutona. Buscando la manera de jugar a la pelota mientras escribe, recreándose con una bonita pared en la esquina del área. Una esquina donde son los jugadores los que tiran de tacón, besando el escudo que les paga, y si se enciende el farolillo rojo de la clasificación, entonces se venden al mejor postor, como hacen las prostitutas en el área de las esquinas, con el cuero en el bolso de mano regateando piropos e insultos y levantando más que gritos cerca de la raya de gol.
También escribe Montero con pase largo, comprendiendo que las señoras y el fútbol van agarrados de la mano al estadio. Y que cuando el gol no entra en el arco, y los graderíos descansan tristes sin celebración, entonces, los señores van a la casa a meter el gol por su equipo, y la señora ardiente seguidora local, quizás casada de penalti, se coloca sus medias de redecilla y se deja hacer como mal defensa, esperando sentir el gol de su vida atravesando la red. Y es que el gol entre las piernas tiene un regustillo picantón.
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