Hay días en los que tu vida es como una naranja, una preciosa naranja que agarras a dos manos, una naranja que exprimes con todas tus ganas, hasta que le sacas un jugoso zumo que te llevas a la boca con la avaricia del sediento.
Días así, en los que exprimes tu naranja son realmente por los que vale la pena vivir, son los días que consigues arrancar a este maldito mundo, tantas veces injusto, que tanto te roba y te quita y que nunca te devuelve. Pero hay veces, ya digo, en las que agarras tu parte, la que te corresponde, la que te pertenece, por la que luchas a tu manera. Estos días -tuyos de veras- hay quien los pasa leyendo, escuchando música o simplemente durmiendo. Que cada clavo haga su agujero.
Hoy, sin duda, he tenido uno de estos días. Uno de esos que siento míos, en el que unas cervezas y la compañía de los amigos son todo lo que necesitas. Miras a un lado y ves a tu señora riendo, miras a otro y tu hija salta de alegría, y mires donde mires ves lo que te gusta ver y hasta lo que te arrancaron un horrible día, lo sientes cercano. Y decides, mientras te alejas dos o tres pasos del grupo, mirando al cielo, dar las gracias porque tu naranja no está podrida, y sigue, más veces que menos, dándote lo que a otros le negaron.
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