Una de las cosas que más he echado de menos durante el confinamiento es poder ir a un concierto. Soy un enfermizo adicto a la música, especialmente a la música en directo. Cualquiera que me conoce un poco, lo sabe. Escuchar música es sin lugar a dudas mi pasatiempo favorito. De hecho llamarlo pasatiempo es cometer una injusticia, porque no acudo a la música para pasar el tiempo, sino más bien, para aprovecharlo.
Cada mañana de camino al trabajo, en un paseo de 15 minutos, escucho música en los airpods, día sí y día también y de regreso a casa exactamente lo mismo. En el trabajo, durante toda la jornada, siempre tengo música puesta. Es lo primero que enciendo y lo último que apago. En casa, como pueda, la música está puesta siempre, ya sea viendo un concierto en vídeo, escuchando un cd en el equipo de música o últimamente más a menudo escuchando en un altavoz portátil a través del móvil y Spotify. La cosas es estar escuchando música. No cocino si no tengo música puesta. En el coche más de lo mismo. Además, antes de acostarme también tengo la costumbre de escuchar música que me tranquilice. En definitiva la música es algo realmente importante en mi vida. Todo esto he podido mantenerlo más o menos en este tiempo de confinamiento, pero acudir a conciertos ha sido lo que no ha sido posible. Lo comprendo, nadie tiene la culpa, excepto el dichoso Covid, pero con o sin culpables, durante un buen tiempo nos hemos quedado sin música en directo.
Hemos pasado a ver conciertos en streaming o algunos grabados. Pero con la llegada del buen tiempo y coincidiendo con la bajada de los datos de contagios, por fin pude acudir a un concierto. Fue cerca de casa, en el Marenostrum y fue a María José Llergo. Sí, lo admito, alguna lagrimilla se asomó a mis párpados.
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