Casualmente me enteré que se iban a desarrollar unas jornadas de pintura al óleo en el Museo Carmen Thyssen de Málaga. Una especie de taller dirigido por Daniel Parra, que es un reconocido artista cordobés. La idea me encantó, pero no para mí, que soy un verdadero ignorante en cuanto a la pintura al óleo, sino para mi hija que aparte de tener una mano estupenda para el dibujo posee las ganas y el empuje de la juventud.
La jornada se iba a realizar en el mismo patio interior del Museo, que ya de por sí es un lujo. Se realizaría un lunes, que es cuando el museo está cerrado al público, que es otro privilegio. Constaría de dos bloques, una primera parte teórica en la cual se explica cómo se plantearía el ejercicio, y una segunda parte completamente práctica. En total un taller de 4 horas. Le consulté a la artista de la casa si le gustaría participar y dijo que sí, que le encantaría.
Unos días más tarde allí estaba yo, en la puerta de lo que una vez fue el Palacio de Villalón, un palacete renacentista del s. XVI, que hasta donde sé es apellido de familia de conquistadores, y en el interior del museo mi hija, mi pequeña Sofía, la razón de que se me caiga la baba tan a menudo. Así que durante cuatro horas me paseé sin prisas por Málaga, orgulloso y satisfecho, esperando el momento en el que mi hija saliera del Museo con un óleo bajo el brazo. Y aunque no era ningún tipo de robo ni la obra estaba firmada por ningún pintor renacentista, miré la pintura como si delante de mis ojos tuviera el mejor regalo posible, como si ya a los catorce años mi hija hubiera atravesado una meta que yo jamás soñé que cruzaría.
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