Una de las cosas buenas que traen los premios literarios a los escritores, aparte del montante económico, que en muchos casos no es una consideración baladí, está la proyección o más bien, la posibilidad de situar tu obra en las estanterías de más librerías. Lo que ahora se conoce como aumentar la visibilidad del autor. Si este premio, además, es el premio Nobel de literatura, el autor pasa a colocar sus libros en las estanterías de prácticamente todo el mundo, por lo que sus libros probablemente serán leídos por un enorme número de lectores.
Éste es el caso del escritor japonés Kenzaburo Oé, que recibió el premio Nobel de literatura allá por 1994. Y desde entonces su nombre es más o menos posible encontrarlo en las atiborradas estanterías de las librerías españolas.
Antes de otorgarle el Nobel yo no lo conocía, ni creo recordar haber oído siquiera hablar de él. Tampoco es de extrañar que yo no conozca a un autor de origen japonés, de hecho es hasta lógico. Los años han ido pasando y muchos años después de ganarlo lo leí por primera vez. La onda expansiva del premio llegó a mí más de un cuarto de siglo después. Las lecturas, los premios y los lectores tienen conexiones y casualidades de fuego lento.
Me gustó.
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