Las navidades son familiares. Es tiempo de reunión familiar alrededor de una mesa, con deliciosos manjares sobre manteles adornados con guirnaldas y motivos florales. Fechas de comidas pesadamente elaboradas, con alimento, de esos que te acompañan largamente tiempo después del festín y que casi que se debería servir acompañado con Almax. Al final, para acabar el banquete, turrones y champán. En lugar de una comida para acompañar una charla, pareciera una quedada de retos gastronómicos, o desafío de engullición. El caso es que en casa vamos turnando las comidas navideñas de una familia a otra, un año la familia de mi mujer, otro año la mía. Así lo hemos ido haciendo desde que nos casamos y por ahora funciona bien. Este año Nochebuena tocaba en casa y con mi familia, pero finalmente los padres de Pepi también se unieron.
Las navidades son familiares, decía, pero no son sólo eso, es mucho más, es el fin de un ciclo, de un año y se acerca una vez más un nuevo inicio. Para mí además de todo eso, la navidades significaron el final de la vida de mi madre. Durante un tiempo me sentía mal si pasaba un día sin acordarme de ella, que pareciera que la había olvidado, pero no es así, sigue estando en mi vida, porque sigo usando sus palabras, sus gestos, su admirable prudencia y de alguna manera siento su cariño infinito, su forma de mirar a mis niños. Todo eso parece que no, pero está muy presente y es la parte que me alegra de su recuerdo, que aunque ya no esté, en realidad, está a mi lado.
Puede parecer una forma de pensar triste, o simple, pero me ayuda a seguir pensando que ella está aquí, si no en presencia sí en esencia. La veo en mi hija, la veo en mi hijo y sobretodo la descubro en mí.
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