El hotel de Intriago, además de un jacuzzi, una zona amplia de aparcamiento y una pista de fútbol, también tenía el desayuno incluido, y muy completo, todo sea dicho. Fuimos pronto porque teníamos muchas cosas que hacer esa jornada, como venía siendo habitual.
Nuestra primera parada del día era subir a los Lagos de Covadonga, para ello lo inmediato era dirigirse a los pies de los Picos de Europa, aparcar el coche en uno de los parkings habilitados para ello, donde puedes sacar el billete de autobús que te lleva hasta la parada de arriba. Ese trayecto desde abajo hasta arriba en autobús no es apto para enfermos de corazón. Curvas cerradísimas, rampas de un desnivel enorme, precipicios increíbles. Por si fuese poco, te cruzas con autobuses, pasando uno al lado del otro a escasos centímetros. Añádanle que a mitad del camino nos introdujimos en una nube, una neblina espesa que impedía ver nada más allá de unos pocos metros. Y, por si fuese poco, a todo este disparate encima le añadimos el factor salvaje, que es que cada dos por tres había una vaca cruzando el camino, créanme si les digo que es casi mejor cerrar los ojos y y rezar todo lo que sepan. Llegas arriba con ganas de besar el suelo.
Una vez allí ya todo es caminar, subir y bajar escaleras, sin prisas, unas vistas desde el Mirador del Príncipe verdaderamente extraordinarias. Las minas de la Buferrera son también espectaculares, y cuando llegas al Lago de la Ercina, el descanso es obligatorio. A los niños les sorprendió verse rodeados de vacas en libertad.
Ascendimos al Mirador de Entrelagos desde donde se pueden contemplar los dos lagos, el Lago de la Ercina y el Lago de Enol. Las vistas allí son inigualables. Tuvimos la suerte porque el cielo estaba prácticamente despejado y miraras hacia donde miraras la atención se te perdía en la infinidad de la naturaleza. Qué preciosidad. Te quedarías allí horas, en silencio, simplemente contemplando, pero el tiempo es quizás lo más preciado y limitado que disponemos y hay que intentar aprovecharlo.
Bajamos justo por el otro extremo de por donde habíamos llegado, es decir, dimos la vuelta completa. A la bajada nos encontramos con que empezaba a subir una niebla que apenas permitía ver el Lago de Enol. En cuestión de minutos todo había cambiado. El chófer del autobús nos dijo que habíamos tenido mucha suerte y que no se suelen ver muchos días en esas condiciones por allí. Una temperatura perfecta.
Tomamos el autobús de vuelta y nos bajamos en la parada del Santuario de Covadonga. Había gente pero no era exagerado. El Santuario está construido en un sitio tan complicado, con una comunicación tan compleja que sólo imaginar las dificultades lo convierte en un lugar especial. El entorno en sí mismo, entre mágico y terrenal, con un marcado carácter montañés, que es un escondite tanto como un escenario junto al camino, hacen que te sientas fuera de lugar. Tanto un refugio como un lugar de paso.
El conjunto del santuario es precioso, la capilla en el interior de la cueva, el detalle de la tumba de Don Pelayo, primer rey de Asturias, la basílica con la explanada delantera y la escultura a Don Pelayo. En general todo lo que allí encuentras es hermoso.
Cogimos de nuevo el autobús que nos llevó hasta donde teníamos aparcado el coche. Cambiamos de vehículo de locomoción y continuamos nuestro viaje, pero ante hicimos parada en el hotel de Intriago -nos pillaba de camino- a recoger las maletas. La siguiente parada era en Arenas de Cabrales, entrada a los picos de Europa, a tan solamente media hora en coche.
Sofía es una auténtica devota del
queso de cabrales, y todo aquello que esté relacionado con el queso de cabrales. Planeamos pasar por Cabrales a la hora del almuerzo para que se llevara una grata sorpresa. Buscamos un sitio agradable donde almorzar y descansar y que tuviese productos asturianos. Lo encontramos y pedimos casi de todo lo que se puede pedir con cabrales: patatas al cabrales, croquetas al cabrales, carne al cabrales... bueno, además pedimos fabada y algún postre. Todo estupendo.
Nuestra siguiente planeada desde Arenas de Cabrales era visitar la Iglesia de Santa María de Lebeña, y para ello tendríamos que circular junto al río Deba por entre el desfiladero de La Hermida, que tiene más de una, de diez y de cien curvas, es tan estrecha que sientes que en cualquiera de las curvas la montaña se te va a tragar. Está literalmente echada encima de la carretera. Sofía se quedó tan a gusto después de tanto cabrales que se pasó todo el trayecto durmiendo. Pepi pasó nervios de verdad.
Pasado el susto llegamos a Santa María de Lebeña, donde pudimos realizar una visita guiada. Una locuaz señora nos resumió brevemente la historia de la Iglesia, así como sus características arquitectónicas, y nos puso al día de las vicisitudes de una serpiente que el párroco se encontró días antes en el interior de la capilla. Fue una visita muy interesante y divertida, la verdad. Nos contó la historia del robo de la Virgen de la Buena Leche, la del campanario, los arcos mozárabes, e incluso la leyenda del tejo y el olivo. Todo de manera muy amena.
Nuestra siguiente parada era un cruce de caminos, Potes. Aparcamos en el aparcamiento al aire libre que hay justo en el centro del pueblo, frente a la iglesia de San Vicente. El centro de Potes estaba animadísimo cuando llegamos. Potes es un municipio precioso de calles empedradas, donde dos ríos se dan de la mano una vez han descendido desde los Picos de Europa. Presidiendo la localidad, robustamente alzada sobre sillares de piedra está la Torre del Infantado. No disponíamos de mucho tiempo, pero tuvimos suficiente para pasear por el centro y cruzar el puente de San Cayetano y contemplar ocas jugueteando en el cauce del río. Comenzó a nublarse y en un santiamén cayó un chaparrón de aúpa. Caía agua pero bien. Pudimos refugiarnos en unos amplios soportales y allí esperamos a que aflojara el aguacero. Dimos una carrera para meternos en el coche y ya con un leve chispeo abandonamos Potes en dirección a Camaleño, donde teníamos reservado nuestro hostal. En diez minutos estábamos allí.
Nuestro hostal en Camaleño estaba en la misma carretera y no tenía pérdida porque no había otro alojamiento. En realidad Camaleño es pequeñísimo. No sé cuantos habitantes tiene pero seguro que pocos. El alojamiento era como un caserón de montaña, de un par de plantas, con escaleras de madera que crujían al pisarlas. Además, en la parte trasera disfrutaba de un espacioso jardín donde estaba instalada una red para jugar al badminton. Y al fondo del jardín había una especie de granero, que se utiliza como almacén, donde había muchos juguetes y artículos de entretenimiento.
Cuando llegamos al jardín había un hombre jugando con una joven al badminton e invitaron a Miguel y a Sofía a unirse a jugar con ellos. No se lo pensaron. Al rato ya le habían pillado el truco y se lo estaban pasando en grande todos juntos. Pepi y yo nos sentamos relajadamente a una mesa de madera, necesitábamos ese descanso. Los picos de Europa de fondo, toda la vegetación que nos rodeaba refulgía en verdes. Había manzanas y peras caídas en el césped debajo de cada manzano y peral.
Empezó a anochecer y bajarmos a tomar algo al restaurante del hostal. No teníamos mucho apetito. Pedimos un surtido de quesos y un cachopo para los cuatro. Aproveché la ocasión de que no tenía que conducir y pedí sidra -Pepi me acompañó-. Al llegar a la habitación todos caímos derrotados después de un día intensísimo. Al día siguiente nos esperaba una gran etapa de montaña.