Sonó el despertador y nos costó un poco más que de costumbre levantar anclas, el cansancio se va acumulando y se hacía notar. Salimos a desayunar en una cafetería junto al hotel y sin entretenernos fuimos a por el coche, que dejamos descansando en un parking cercano.
El Palacio de Santa María del Naranco y la Iglesia de San Miguel de Lillo son visita obligatoria si vas a Oviedo. Nosotros somos fieles obedientes de las obligaciones y no faltamos a la cita. Cada media hora los abren alternadamente. Una persona se dedica a cerrar cada uno, recorrer la distancia que los separa a pie, y nada más llegar, abrir la otra. Así toda la jornada.
Santa María del Naranco es un antiguo palacio construido en el siglo IX. Doce siglos de por medio y ahí sigue. Te paras a pensar la de historias y vidas que han recorrido alrededor de sus piedras y es imposible hacerse una mínima idea. Guerras, venganzas, sacrificios, suicidios, asesinatos...todo ocurriendo en la ladera del monte Naranco, el mundo en agitación y mientras el palacio ahí, inmóvil, como observador pétreo, y aún, erguido a pesar del paso del implacable tiempo. ¿Imaginarían tal hazaña los obreros que levantaron sus piedras? Seguro que no.
Eché de menos una explicación, una pequeña visita guiada, no necesariamente muy extensa porque lo que hay es simplemente piedra sobre piedra, pero ¿por qué esa orientación? ¿por qué esa altura? ¿cuál era su función inicial? En realidad todo está ahí en Internet, esperando que mi interés me arroje uno de estos días a buscarlo, información tan paciente como la piedras en la ladera del monte Naranco.
A cinco minutos a pie, o menos, ascendiendo una ligera pendiente, está la Iglesia de San Miguel de Lillo. Otra maravilla del siglo IX. Aquí además de piedra existen frescos, y relieves en las jambas de la puerta de entrada. Lo que vemos ahora es lo que queda, tendremos que abrir bien los ojos para comprender que falta mucho, que varias alas se derrumbaron y lo que observamos es un tercera parte de lo que inició su estático recorrido por los siglos. La historia de lo que no vemos.
Si te separas unos metros de la Iglesia, si tomas perspectiva, va creciendo en belleza. La simetría va ordenando todo. Las distintas alturas de las cubiertas a un agua juegan al equilibrio de las proporciones. El Prerrománico era rácano en luces, pero rico en robustez. Hay una belleza inexplicable en su simplicidad que le congratula con su alrededor. Está tan integrado en la naturaleza que le rodea que pareciera que el sitio estaba hecho para construirla ahí. Ni una piedra más ni una piedra menos.
Santa María del Naranco es un antiguo palacio construido en el siglo IX. Doce siglos de por medio y ahí sigue. Te paras a pensar la de historias y vidas que han recorrido alrededor de sus piedras y es imposible hacerse una mínima idea. Guerras, venganzas, sacrificios, suicidios, asesinatos...todo ocurriendo en la ladera del monte Naranco, el mundo en agitación y mientras el palacio ahí, inmóvil, como observador pétreo, y aún, erguido a pesar del paso del implacable tiempo. ¿Imaginarían tal hazaña los obreros que levantaron sus piedras? Seguro que no.
Eché de menos una explicación, una pequeña visita guiada, no necesariamente muy extensa porque lo que hay es simplemente piedra sobre piedra, pero ¿por qué esa orientación? ¿por qué esa altura? ¿cuál era su función inicial? En realidad todo está ahí en Internet, esperando que mi interés me arroje uno de estos días a buscarlo, información tan paciente como la piedras en la ladera del monte Naranco.
A cinco minutos a pie, o menos, ascendiendo una ligera pendiente, está la Iglesia de San Miguel de Lillo. Otra maravilla del siglo IX. Aquí además de piedra existen frescos, y relieves en las jambas de la puerta de entrada. Lo que vemos ahora es lo que queda, tendremos que abrir bien los ojos para comprender que falta mucho, que varias alas se derrumbaron y lo que observamos es un tercera parte de lo que inició su estático recorrido por los siglos. La historia de lo que no vemos.
Si te separas unos metros de la Iglesia, si tomas perspectiva, va creciendo en belleza. La simetría va ordenando todo. Las distintas alturas de las cubiertas a un agua juegan al equilibrio de las proporciones. El Prerrománico era rácano en luces, pero rico en robustez. Hay una belleza inexplicable en su simplicidad que le congratula con su alrededor. Está tan integrado en la naturaleza que le rodea que pareciera que el sitio estaba hecho para construirla ahí. Ni una piedra más ni una piedra menos.
A una hora en coche aproximadamente desde allí está el pequeño y bello pueblo pesquero de Cudillero. Bello como una postal. Tuvimos que atravesar el pueblo en coche para llegar al parking, que estaba al final del puerto. Entras en el pueblo sin llegar a darte cuenta de lo que te rodea, especialmente si vas conduciendo, pero conforme vas regresando a pie desde el aparcamiento, consigues poco a poco ir juntando los detalles. Es una montaña a pie de mar. Un bosque besando la dársena del puerto. Las fachadas de las viviendas de distintos colores rodeando como una herradura a la plaza. Y justo enfrente, abierta al mar, la plaza con su mercado y alrededor terrazas de restaurantes.
Las gaviotas descansando al sol en la rampa, resignadas a la constante molestia de los niños que suben y bajan la rampa para asustarlas. Es pronto y aún no apetece sentarse en una terraza. Decidimos pasear por el pueblo. Fue un paseo breve y empinado pero hicimos decenas de fotos. El pueblo empezaba a abarrotarse. Decidimos seguir nuestra hoja de ruta. Próxima parada Gijón.
En apenas tres cuartos de hora estábamos aparcados en un parking a una manzana del paseo marítimo, junto a la playa de San Lorenzo.
Hacía un día estupendo, el cielo estaba completamente despejado y disfrutábamos de una temperatura plenamente veraniega. Toda Asturias parecía estar en esa playa. ¡Y eso que era lunes! No he visto una playa tan abarrotada en mi vida. Me entró sofoco de sólo verla. Como no trajimos trajes de baño, ni falta que nos hacía, pues nuestra intención era hacer turismo, buscamos un lugar donde probar la fabada asturiana.
Entramos a uno de los sitios que habíamos visto recomendados por Internet, restaurante El Mirador de la Playa. ¡Qué gran acierto! Un sitio agradable, con un servicio estupendo y una comida maravillosa. No fui capaz de comerme todo lo que me pusieron y eso que yo soy de buen jalar. La fabada estaba para chuparse los dedos, y todo en realidad, y hasta los postres estaban soberbios y eso que llegamos a ellos ya sin muchas ganas. Restaurante tremendamente recomendable.
Para bajar semejante atracón reanudamos a pie nuestra visita por Gijón. Cerca de allí estaba la oficina de turismo. Allí nos facilitaron un plano y algunos buenos consejos. Nos dirigimos por el paseo marítimo hacia el Cerro de Santa Catalina. Por el camino nos encontramos con la Parroquia de San Pedro Apóstol y con el Club de Regatas. Las vistas desde allí hacia la costa son un recuerdo imprescindible de la ciudad. Ascendimos al cerro hasta el Elogio del Horizonte, monumental obra de Chillida. A Miguelito le hizo ilusión llegar hasta allí. Iniciamos el descenso junto a las Baterías de Santa Catalina, por el otro lado del que habíamos ascendido, con vistas hacia la Playa de Poniente, que estaba mucho menos abarrotada.
Llegamos de frente al Palacio de Revillagigedo y entramos a ver su patio y unas pocas obras expuestas en él. También curioseamos en el Pozo de la Barquera y nos acercamos a contemplar de cerca la estatua de Pelayo, que preside con grandeza la plaza. En la Plazuela del Marqués nos sentamos a tomar un café. A pocos pasos estaban la Plaza Mayor y el Ayuntamiento de Gijón, donde estaban montando un escenario para alguna celebración. Pasamos por la puerta del Museo de Gijón, que está en la casa Natal de Jovellanos.
Nos fotografiamos con lo que se está volviendo una constante en todas las ciudades. El nombre de la ciudad en letras grandes, en un lugar donde te puedas fotografiar con ellas. En este viaje lo vimos en Cáceres, en Oviedo y ahora en Gijón. La por primera vez que nos encontramos con una cosa así fue en Amsterdam creo recordar, allá por agosto del 2009. Ya ha llovido.
Volvimos por todo el amplio y elegante paseo marítimo que me recordó un poco al de San Sebastián, comprobando cómo la marea sube de rápido en el Cantábrico. A los niños les hizo mucha gracia ver como la gente tenía que ir levantándose porque el agua les alcanzaba. Había además algo de oleaje y a Miguelito le gustaba acercarse a la barandilla y esperar a que las olas rompieran y le salpicaran. Se lo pasó en grande.
Regresamos en coche a Oviedo pero antes de despedirnos de Gijón pasamos por el estadio de El Molinón. Me hacía ilusión. Ni siquiera bajamos del coche, tan sólo paré un momento para verlo bajando la ventanilla.
Al llegar a Oviedo, paseamos un rato por el centro, nos acercamos a la concurrida Calle Gascona, el bulevar de la sidra, callejeamos por el centro histórico en los alrededores de la catedral y compramos algo de fruta para cenar porque no teníamos nada de apetito. La comida había sido copiosa y aunque habíamos paseado bastante, no teníamos ni pizca de hambre. Una pieza de fruta era más que suficiente.
Se nos hizo de noche paseando por Oviedo, prácticamente nos estábamos despidiendo de la ciudad. Llegamos agotados al final del día y los pies necesitaban un descanso inmediato, así que nos retiramos al hotel a descansar, que al día siguiente nos esperaba otro día cargado de actividades.
Las gaviotas descansando al sol en la rampa, resignadas a la constante molestia de los niños que suben y bajan la rampa para asustarlas. Es pronto y aún no apetece sentarse en una terraza. Decidimos pasear por el pueblo. Fue un paseo breve y empinado pero hicimos decenas de fotos. El pueblo empezaba a abarrotarse. Decidimos seguir nuestra hoja de ruta. Próxima parada Gijón.
En apenas tres cuartos de hora estábamos aparcados en un parking a una manzana del paseo marítimo, junto a la playa de San Lorenzo.
Hacía un día estupendo, el cielo estaba completamente despejado y disfrutábamos de una temperatura plenamente veraniega. Toda Asturias parecía estar en esa playa. ¡Y eso que era lunes! No he visto una playa tan abarrotada en mi vida. Me entró sofoco de sólo verla. Como no trajimos trajes de baño, ni falta que nos hacía, pues nuestra intención era hacer turismo, buscamos un lugar donde probar la fabada asturiana.
Entramos a uno de los sitios que habíamos visto recomendados por Internet, restaurante El Mirador de la Playa. ¡Qué gran acierto! Un sitio agradable, con un servicio estupendo y una comida maravillosa. No fui capaz de comerme todo lo que me pusieron y eso que yo soy de buen jalar. La fabada estaba para chuparse los dedos, y todo en realidad, y hasta los postres estaban soberbios y eso que llegamos a ellos ya sin muchas ganas. Restaurante tremendamente recomendable.
Para bajar semejante atracón reanudamos a pie nuestra visita por Gijón. Cerca de allí estaba la oficina de turismo. Allí nos facilitaron un plano y algunos buenos consejos. Nos dirigimos por el paseo marítimo hacia el Cerro de Santa Catalina. Por el camino nos encontramos con la Parroquia de San Pedro Apóstol y con el Club de Regatas. Las vistas desde allí hacia la costa son un recuerdo imprescindible de la ciudad. Ascendimos al cerro hasta el Elogio del Horizonte, monumental obra de Chillida. A Miguelito le hizo ilusión llegar hasta allí. Iniciamos el descenso junto a las Baterías de Santa Catalina, por el otro lado del que habíamos ascendido, con vistas hacia la Playa de Poniente, que estaba mucho menos abarrotada.
Llegamos de frente al Palacio de Revillagigedo y entramos a ver su patio y unas pocas obras expuestas en él. También curioseamos en el Pozo de la Barquera y nos acercamos a contemplar de cerca la estatua de Pelayo, que preside con grandeza la plaza. En la Plazuela del Marqués nos sentamos a tomar un café. A pocos pasos estaban la Plaza Mayor y el Ayuntamiento de Gijón, donde estaban montando un escenario para alguna celebración. Pasamos por la puerta del Museo de Gijón, que está en la casa Natal de Jovellanos.
Nos fotografiamos con lo que se está volviendo una constante en todas las ciudades. El nombre de la ciudad en letras grandes, en un lugar donde te puedas fotografiar con ellas. En este viaje lo vimos en Cáceres, en Oviedo y ahora en Gijón. La por primera vez que nos encontramos con una cosa así fue en Amsterdam creo recordar, allá por agosto del 2009. Ya ha llovido.
Volvimos por todo el amplio y elegante paseo marítimo que me recordó un poco al de San Sebastián, comprobando cómo la marea sube de rápido en el Cantábrico. A los niños les hizo mucha gracia ver como la gente tenía que ir levantándose porque el agua les alcanzaba. Había además algo de oleaje y a Miguelito le gustaba acercarse a la barandilla y esperar a que las olas rompieran y le salpicaran. Se lo pasó en grande.
Regresamos en coche a Oviedo pero antes de despedirnos de Gijón pasamos por el estadio de El Molinón. Me hacía ilusión. Ni siquiera bajamos del coche, tan sólo paré un momento para verlo bajando la ventanilla.
Al llegar a Oviedo, paseamos un rato por el centro, nos acercamos a la concurrida Calle Gascona, el bulevar de la sidra, callejeamos por el centro histórico en los alrededores de la catedral y compramos algo de fruta para cenar porque no teníamos nada de apetito. La comida había sido copiosa y aunque habíamos paseado bastante, no teníamos ni pizca de hambre. Una pieza de fruta era más que suficiente.
Se nos hizo de noche paseando por Oviedo, prácticamente nos estábamos despidiendo de la ciudad. Llegamos agotados al final del día y los pies necesitaban un descanso inmediato, así que nos retiramos al hotel a descansar, que al día siguiente nos esperaba otro día cargado de actividades.
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