Para el final de nuestros días en París dejamos uno de los rincones que más me cautivan de la ciudad de la luz, la Sainte Chapelle, situada en el corazón de la Ile de la Cité. La Sainte Chapelle se edificó en pleno siglo XIII, en tan sólo 6 años. Está considerada una obra cumbre de templo gótico radiante, y a pesar de ello no es uno de los lugares más visitados de París, aunque sin duda agrada dulcemente a sus visitantes. La primera impresión al acceder a su interior es algo extraña, pues entramos directamente a la capilla inferior, que es muy distinta a lo que estamos acostumbrados a contemplar. El techo está decorado de azul y dorado. No es una construcción ambiciosa en dimensiones, ni es muy alta, ni es muy grande e incluso la decoración, aunque es llamativa, no es exagerada ni pretenciosa. La decoración está básicamente representada por escudos heráldicos, recordándonos sus orígenes: la flor de lis, de la realeza francesa, y los castillos de oro, símbolo de Castilla, pues Luis IX, San Luis de Francia, fundador y constructor de la capilla, fue hijo de Blanca de Castilla; de ahí los escudos.
Junto a la entrada, por un minúsculo hueco, se da acceso a una escalera de caracol, construida en piedra, por la que se accede a la planta superior. En esta estancia la luz es la dueña del espacio. No hay huellas que recuerden la vaciedad de lo terrenal. Las vidrieras rodean todo el edificio, que parece estar flotando sobre las nubes de la divinidad, suspendido extraterrenalmente. Sin duda, creado con la ambición estar lo más cercano a la luz de Dios. La contemplación general es verdaderamente sobrecogedora. Uno puede comprender que en el siglo XIII no había otro lugar mejor ni más cercano a Dios donde guardar las reliquias del martirio de Jesús. Hubiéramos permanecido deleitándonos en la capilla mucho más tiempo del que estuvimos, pero siempre disponemos de menos tiempo del que quisiéramos.
Abandonamos la Sainte Chapelle en dirección a la Concergerie, queríamos verla desde cerca aunque no pretendíamos entrar -Pepi y yo ya la visitamos hace años y no estábamos seguros de que a los niños les fuese a interesar-. Nuestra intención era montar en un autobús turístico que nos diera una vuelta por la ciudad. La parada más cercana estaba en el Petit Pont, justo al otro lado de la plaza de Notre-Dame.
Montamos en el autobús y subimos a la planta de arriba -que era descapotable- y nos dispusimos a disfrutar del encanto de París. El recorrido comenzó paralelo al Sena, siguiendo el trazado del río, en la orilla del Museo de Orsay. Volvimos a contemplar el fastuoso edificio del Louvre, la plaza de la Concordia, la Ópera Garnier, el Grand y el Petit Palais, los Champs Elysées y el Arco del Triunfo. Desde allí hasta Trocadero y la Tour Eiffel y un continuo placer para los ojos porque París, la mires por donde la mires, es bella, señorial y distinguida. No me extraña que sea la reina de la bohemia.
Acabamos nuestro primer viaje en bus en el mismo sitio donde lo cogimos y desde allí nos dirigimos hasta la Cremerie Restaurant Polidor, cerca de Odeón, a la que yo tenía muchas ganas de ir desde que la vi en la película de Woody Allen, Midnight in Paris.
Gracias a Internet todo (o casi todo) está a cuatro golpes de teclado, y el Polidor es conocido, además de por su cocina, por su escogida clientela: James Joyce, Verlaine, Rimbaud, Hemingway, Cortázar o Kerouac, han sido algunos de sus distinguidos comensales, incluso parece que Víctor Hugo era asiduo. Ya ven que es un lugar con mucha historia literaria. Además de una cocina tradicional y un servicio competente, el local sigue mantenido su acogedora presencia. Está conservado prácticamente igual a como estaba a principios del siglo XX. Y se nota. De hecho mi santa insistía en que el baño necesitaba una remodelación integral. Para mí fue un placer almorzar entre tanta historia. Miguelito desde mucho antes de entrar ya decía que se pediría lo mismo que yo. Así fue como lo introduje en el sabroso mundo de la cocina francesa: de primero pedimos unos escargots (caracoles) y de segundo un exquisito Boeuf Bourguignon. Todo regado con una estupenda cerveza en mi caso, y agua en el suyo.
A apenas 100 m del restaurante Polidor está el teatro Odeón, uno de los teatros nacionales que hay en París. El teatro Odeón fue inaugurado por María Antonieta de Austria en 1782 y en él se estrenó, por ejemplo, Las bodas de Fígaro. Desde él regresamos al Boulevard Saint Germain y nos adentramos en el precioso Pasaje du Comerce. Continuamos hacia la Abadía de Saint Germain-des-Prés y pasamos por delante de las terrazas de los cafés Les Deux Magots y el Café de Flore, y cerca de allí, al otro lado de la acera, cogimos de nuevo el autobús turístico que nos dio otra amplia vuelta por París. El barrio latino, la torre de Montparnasse, la Sorbona, los Inválidos, el Parque de Luxemburgo, o el Museo Rodin son algunos de los lugares por los que pasamos. Nos bajamos de nuevo junto a la Catedral de Notre-Dame y desde allí tomamos un taxi que nos llevó hasta la parada del Bateaux Mouche, donde iniciamos nuestro paseo en barco.
El paseo en barco le encantó a los niños. Era la primera vez que navegaban en un barco tan grande. Pues los Bateaux Mouche hoy día tienen dos plantas, y sentados arriba en la cubierta, bajo el tímido sol de la media tarde se estaba verdaderamente de maravilla. El paseo por el Sena acabó una hora después en el mismo muelle donde empezó.
Desde allí, después de contemplar la réplica de la antorcha de la Estatua de la Libertad, que es un monumento no oficial de Diana de Gales, cogimos el metro en Marceau hasta Bastille, pues nuestra intención era visitar la Place des Vosges. Y eso hicimos. Empezó a atardecer, y los bistros de los alrededores lanzaban su anzuelo sobre nosotros con intenso olor a crepe. Aún así, supimos esquivarlos porque los niños estaban destrozados y locos por regresar al hotel. Así que cogimos el metro y volvimos al hotel. Cenamos en un restaurante de comida internacional y descansamos el largo día tumbados en nuestra habitación.
Al día siguiente tocaba despedirse de París, coger un metro y después un tren y poner rumbo a Disneyland, donde pasaríamos nuestras cuatro siguientes noches, sí, ¡cuatro noches! Todo por la ilusión de los niños.
No veo necesario contar detalladamente en este blog que nos pasamos cuatro días al sol haciendo largas colas para fotografiarnos con los personajes de Disney, o para montarnos en atracciones, algunas de ellas realmente buenas (Ratatouille). Desde primerísima hora de la mañana hasta ultimísima hora después del espectáculo en el Castillo.
El viaje completo ha sido una experiencia inolvidable. Ver la cara de los niños, sus reacciones ante la Torre Eiffel o Minnie no tiene precio. Comprobar que sienten curiosidad por pedir información relativa a un cuadro, una escultura, una plaza o un edificio es algo reconfortante y tal vez sirva como la posible chispa de un futuro abrazando la cultura en el más amplio sentido de la palabra.
Junto a la entrada, por un minúsculo hueco, se da acceso a una escalera de caracol, construida en piedra, por la que se accede a la planta superior. En esta estancia la luz es la dueña del espacio. No hay huellas que recuerden la vaciedad de lo terrenal. Las vidrieras rodean todo el edificio, que parece estar flotando sobre las nubes de la divinidad, suspendido extraterrenalmente. Sin duda, creado con la ambición estar lo más cercano a la luz de Dios. La contemplación general es verdaderamente sobrecogedora. Uno puede comprender que en el siglo XIII no había otro lugar mejor ni más cercano a Dios donde guardar las reliquias del martirio de Jesús. Hubiéramos permanecido deleitándonos en la capilla mucho más tiempo del que estuvimos, pero siempre disponemos de menos tiempo del que quisiéramos.
Abandonamos la Sainte Chapelle en dirección a la Concergerie, queríamos verla desde cerca aunque no pretendíamos entrar -Pepi y yo ya la visitamos hace años y no estábamos seguros de que a los niños les fuese a interesar-. Nuestra intención era montar en un autobús turístico que nos diera una vuelta por la ciudad. La parada más cercana estaba en el Petit Pont, justo al otro lado de la plaza de Notre-Dame.
Montamos en el autobús y subimos a la planta de arriba -que era descapotable- y nos dispusimos a disfrutar del encanto de París. El recorrido comenzó paralelo al Sena, siguiendo el trazado del río, en la orilla del Museo de Orsay. Volvimos a contemplar el fastuoso edificio del Louvre, la plaza de la Concordia, la Ópera Garnier, el Grand y el Petit Palais, los Champs Elysées y el Arco del Triunfo. Desde allí hasta Trocadero y la Tour Eiffel y un continuo placer para los ojos porque París, la mires por donde la mires, es bella, señorial y distinguida. No me extraña que sea la reina de la bohemia.
Acabamos nuestro primer viaje en bus en el mismo sitio donde lo cogimos y desde allí nos dirigimos hasta la Cremerie Restaurant Polidor, cerca de Odeón, a la que yo tenía muchas ganas de ir desde que la vi en la película de Woody Allen, Midnight in Paris.
Gracias a Internet todo (o casi todo) está a cuatro golpes de teclado, y el Polidor es conocido, además de por su cocina, por su escogida clientela: James Joyce, Verlaine, Rimbaud, Hemingway, Cortázar o Kerouac, han sido algunos de sus distinguidos comensales, incluso parece que Víctor Hugo era asiduo. Ya ven que es un lugar con mucha historia literaria. Además de una cocina tradicional y un servicio competente, el local sigue mantenido su acogedora presencia. Está conservado prácticamente igual a como estaba a principios del siglo XX. Y se nota. De hecho mi santa insistía en que el baño necesitaba una remodelación integral. Para mí fue un placer almorzar entre tanta historia. Miguelito desde mucho antes de entrar ya decía que se pediría lo mismo que yo. Así fue como lo introduje en el sabroso mundo de la cocina francesa: de primero pedimos unos escargots (caracoles) y de segundo un exquisito Boeuf Bourguignon. Todo regado con una estupenda cerveza en mi caso, y agua en el suyo.
A apenas 100 m del restaurante Polidor está el teatro Odeón, uno de los teatros nacionales que hay en París. El teatro Odeón fue inaugurado por María Antonieta de Austria en 1782 y en él se estrenó, por ejemplo, Las bodas de Fígaro. Desde él regresamos al Boulevard Saint Germain y nos adentramos en el precioso Pasaje du Comerce. Continuamos hacia la Abadía de Saint Germain-des-Prés y pasamos por delante de las terrazas de los cafés Les Deux Magots y el Café de Flore, y cerca de allí, al otro lado de la acera, cogimos de nuevo el autobús turístico que nos dio otra amplia vuelta por París. El barrio latino, la torre de Montparnasse, la Sorbona, los Inválidos, el Parque de Luxemburgo, o el Museo Rodin son algunos de los lugares por los que pasamos. Nos bajamos de nuevo junto a la Catedral de Notre-Dame y desde allí tomamos un taxi que nos llevó hasta la parada del Bateaux Mouche, donde iniciamos nuestro paseo en barco.
El paseo en barco le encantó a los niños. Era la primera vez que navegaban en un barco tan grande. Pues los Bateaux Mouche hoy día tienen dos plantas, y sentados arriba en la cubierta, bajo el tímido sol de la media tarde se estaba verdaderamente de maravilla. El paseo por el Sena acabó una hora después en el mismo muelle donde empezó.
Desde allí, después de contemplar la réplica de la antorcha de la Estatua de la Libertad, que es un monumento no oficial de Diana de Gales, cogimos el metro en Marceau hasta Bastille, pues nuestra intención era visitar la Place des Vosges. Y eso hicimos. Empezó a atardecer, y los bistros de los alrededores lanzaban su anzuelo sobre nosotros con intenso olor a crepe. Aún así, supimos esquivarlos porque los niños estaban destrozados y locos por regresar al hotel. Así que cogimos el metro y volvimos al hotel. Cenamos en un restaurante de comida internacional y descansamos el largo día tumbados en nuestra habitación.
Al día siguiente tocaba despedirse de París, coger un metro y después un tren y poner rumbo a Disneyland, donde pasaríamos nuestras cuatro siguientes noches, sí, ¡cuatro noches! Todo por la ilusión de los niños.
No veo necesario contar detalladamente en este blog que nos pasamos cuatro días al sol haciendo largas colas para fotografiarnos con los personajes de Disney, o para montarnos en atracciones, algunas de ellas realmente buenas (Ratatouille). Desde primerísima hora de la mañana hasta ultimísima hora después del espectáculo en el Castillo.
El viaje completo ha sido una experiencia inolvidable. Ver la cara de los niños, sus reacciones ante la Torre Eiffel o Minnie no tiene precio. Comprobar que sienten curiosidad por pedir información relativa a un cuadro, una escultura, una plaza o un edificio es algo reconfortante y tal vez sirva como la posible chispa de un futuro abrazando la cultura en el más amplio sentido de la palabra.
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