Siempre he creído que los instrumentos musicales tienen una cualidad particularmente camaleónica debido a su capacidad para adaptarse perfectamente a cada intérprete. He tenido la fortuna de comprobar como un pianista virtuoso es capaz de sacar maravillas a un piano de juguete, así como un buen batería consigue hacer música con cuatro latas y dos cajas de detergentes. Parece increíble pero es así. Además, es fácil observar que cada gran intérprete tiene su toque propio, su instinto personal al recorrer los trastes de una guitarra o al corretear sus dedos por el piano y, aunque siempre es posible copiar y plagiar una manera de interpretar o de tocar un instrumento, así como los músicos consiguen adaptarse unos a otros, al final, aunque se intente lo contrario, cada músico tiene sus debilidades y sus inclinaciones musicales, que no son otra cosa que la suma de sus influencias, su bagaje en la vida y su personal manera de haber curtido la piel. Y todo esto, en conjunto, a la hora de interpretar una melodía en un instrumento, de una manera casi mágica, se filtra en su interpretación ofreciendo su propia particularidad individual, tanto en su forma de interpretar como en la manera en la que crea música.
Cualquiera que haya intentado sacarle varios acordes a un instrumento, uno detrás de otro, debe reconocer la dificultad que ello conlleva. Yo he intentado varias veces en mi vida sacarle algunas melodías a una guitarra y, aunque llegara a conseguirlo, por muy simple que fuese la melodía, siempre sonaba bastante lejos de lo que yo pretendía, o deseaba.
De entre todos los instrumentos, los más veraces y transparentes para identificar a sus intérpretes, a mi juicio, son los de viento. Desde una rudimentaria armónica, o una enérgica trompeta, pasando por los acaramelados saxofones, o las endebles flautas o por las voluminosas tubas, y sin olvidar los revoltosos clarinetes, y un sinfín de instrumentos de vientos, cada uno de ellos, desde un oboe o un fagot, en todo su recorrido, transpiran desde su embocadura hasta el final el aire que el intérprete les impulsa.
Un acompasado rasgado de púa, una delicada vibración en la cadencia de dejar caer los dedos sobre las teclas, la dulce armonía gesticular a la hora de tocar las cuerdas de un arpa, el constante martilleo del pie sobre el pedal del bombo de una batería, todos y cada uno de ellos necesitan de un intermediario, una especie de traductor, directo o indirecto, que proyecte sobre el instrumento el sentimiento musical de cada individuo en él. Sin embargo, en los instrumentos de viento, la más enérgica y vigorosa fuerza o la más vulnerable o desvalida nota, sale directamente del interior del músico, sino directamente, casi. Desde un vigoroso y poderoso rugir de garganta hasta el sutil silbido cada sonido contiene el personal toque del intérprete.
En cualquier caso, lo verdaderamente grandioso de todo esto que les cuento es que, al final cada cual tiene sus gustos e inclinaciones y que erizar la piel con un sentimiento musical es tanto un milagro de sensibilidad como una adaptación a abrir los sentidos. Así que abran los oídos y disfruten.
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