Allí estaba yo, cómodamente sentado en la cafetería libre de humos, a punto de disfrutar del desayuno, con el diario As abierto a doble págica sobre la mesa, salpicándome la mirada con los titulares deportivos mientras untaba el tomate por la rebanada de pan calentito justo después de empaparla de buen aceite andaluz. Regocijándome en el proceso. Bien despacito. ¡Qué bien olía! Pero inesperadamente justo en el momento en el que me dispongo a darle el primer bocado, con la boca hecha agua, se me resbala la caprichosa rebanada, con la poca fortuna de que va directo hacia el suelo, así que con un rápido instinto reflejo consiguí evitar que la rebanada cayese al suelo, e impedí a mi primer jugoso bocado del día hacer cierto eso de que la tostada siempre cae hacia abajo -como afirma la Ley de Murphy-, pero desafortunadamente, lo que pareció una suerte en principio, se convirtió irremediablemente, torpe de mí, en un golpe certero sobre el café, dirigido, en este caso, sobre mí, pringándome de arriba abajo. Jersey, camisa y pantalón. Maldita sea mi suerte.
Con una mancha de café que parecía el continente africano sobre la camisa blanca, pasé toda la mañana en el trabajo. Puedo asegurar que ha sido el café que más me ha espabilado en la vida, o al menos el que más rápido lo ha hecho. Pero, qué quieren que les diga, prefiero despertarme poco a poco.
Con una mancha de café que parecía el continente africano sobre la camisa blanca, pasé toda la mañana en el trabajo. Puedo asegurar que ha sido el café que más me ha espabilado en la vida, o al menos el que más rápido lo ha hecho. Pero, qué quieren que les diga, prefiero despertarme poco a poco.
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