Acabo de terminar de leer la segunda entrega del Capitán Alatriste, y lo he hecho escapando del mismo infierno que es lo que eran, en tiempos de nuestro indolente rey Felipe IV, las siniestras celdas de castigo del Santo Oficio, la temida Inquisición, revosante de fanatismo, crueldad y tormento, cuyo solo nombre, al escucharlo, erizaba la piel incluso del más gallardo caballero. Regida por la helada determinación del dominico Fray Emilio Bocanegra, y apoyada en la vengativa memoria del secretario real Luis de Alquézar.
Una aventura vista desde la cada vez menos inocente mirada de Iñigo Balboa. Llena de cuchilladas a ciegas, chamusquina de blasfemos, judaizantes y potros de tortura, en la que tras la sombra de la penúltima esquina aparece la flaca y siniestra silueta del italiano Gualterio Malatesta. ¡En guardia!
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