Ya tenemos las fiestas navideñas totalmente encima. Es tiempo de mantecados de almendra, roscos de vino, sorbito de anís en la sobremesa, árboles de navidad, belenes, mazapanes y todas esas cosas que rodean, engalanan y dan brillo a la Navidad. Son cosas insignificantes -ya ven-, cosas materiales, sin valor aparente, pero que, de alguna manera, en conjunto, consiguen despertar esa especie de espíritu navideño que hace que cuando uno pase por delante de un escaparate, lo mire pensando en otros, en lugar de en nosotros, o que los apretones de mano o los abrazos, por alguna razón, parezcan más cálidos y sinceros que en otras ocasiones. Por eso -digo- esos pequeños y aparentemente insignificantes detalles se convierten en importantes, en fundamentales diría yo. Y gracias a ese mágico envoltorio navideño se transpira un encanto especial, un olor distinto, un sabor dulce que consigue llenar nuestro tarro de felicidad hasta el borde, tanto, que bien haríamos todos en compartirlo con los que nos rodean.
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