Dogmas y banderas. 23 septiembre 2009. ADN.es
Un día fuimos un libro en blanco. Ni una línea escrita: sólo necesitábamos paz y leche.
Con las semanas percibimos voces, formas… y de repente, un buen día nos alzamos mostrando a todos nuestra voluntad de libertad: por primera vez nuestros pasos obedecían a instintos que los más próximos entendieron como el momento de empezar a encauzar, educar y etiquetar.
A partir de entonces captamos felicitaciones y regaños, conocimientos y prohibiciones, cauces y diques, hasta que un día nos empezaron a envolver de dogmas y de banderas, programas cerebrales transmitidos generación tras generación que no reclamábamos porque sentíamos que no nos hacían la menor falta para seguir caminando.
Entre todos nos los embutieron: la familia, la escuela, las noticias, el ambiente. Después, con los años fuimos descubriendo que unos servían y otros lastraban, porque los únicos dogmas y banderas que merecen espacio en nuestro cerebro son los que nos aportan un bien. Son los que no nos coartan, obligan, excluyen, limitan ni imponen odios y fobias de apolillados pasados.
Así como ya adultos decidimos nuestra alimentación física, también debemos decidir nuestro intransferible alimento cerebral.
Los dogmas y las banderas se alimentan de masas. El individuo sólo precisa paz y leche. Lo demás son salsas que, en libertad, podemos o no añadir a nuestra esencia, esa que está por encima de todo.
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