Cada año por estas fechas mi hijo pequeño, Miguel, cumple años con la diáfana ilusión de un niño, como no podría ser de otra manera. Desde semanas antes va contando los días, deseando ir sumando primaveras o en su caso otoños. A mí, en cambio, cada vez que él cumple años me cae sobre las espaldas un peso inmenso. Empiezo a ser consciente del vértigo de la cercanía de ver la puerta de salida. Aún hay pasillo que recorrer, o eso espero, y mi mano todavía tiene mucho apoyo que ofrecerle tanto a él como a su hermana, que cumple años a la misma velocidad pero con un vértigo mayor aún para mí, porque ella es mayor.
Miguel nació el día grande de Fuengirola, el día del comienzo de las fiestas de la localidad. Cuando era pequeño y todavía era un alma inocente, yo le decía que para su cumpleaños íbamos a hacer la fiesta más grande de todas, que vendría mucha mucha gente, y que le montaríamos la noria más grande, y muchas luces, y habrá cacharritos para montarse de muchos colores y tamaños. Y conforme se acercaba la fecha yo se lo iba recordando, y llegado el día, en mitad de la feria, delante de la inmensa noria, con luces de feria, yo le decía, ¿qué? ¿qué te dije? ¿es o no es una fiesta inmensa? No tenía palabras de tan excitado que se ponía ante tanto estímulo parpadeante. Todos nos moríamos de la risa.
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