Nuestro último día lo dedicamos a visitar la capital holandesa. No tuvimos tanta suerte como los días anteriores con el clima, pero claro, estábamos de visita turística en Ámsterdam, algo de lluvia nos tendría que caer. Aunque tampoco fue mucha. Lo suficiente para recordarnos que estamos en otoño en un país centroeuropeo.
Mi hermano, Bianca y Anita vinieron a recogernos al hotel con la furgoneta. Ese preciso día era el cumpleaños de mi hermano y le habíamos traído oculto en mi equipaje una chaqueta del Málaga como regalo. Creo que le gustó. Una vez realizadas las felicitaciones, subimos a la furgoneta, nos colocamos los cinturones y pusimos rumbo a Ámsterdam.
Aparcamos muy cerca de la estación central de trenes de Ámsterdam, junto al Sea Palace Restaurant, que es un restaurante chino flotante muy llamativo. Desde allí fuimos a pie hacia el centro, despacio porque íbamos a ritmo de mi padre, que aunque se mantiene bien, no deja de tener más de ochenta años a su espalda.
Cruzamos por Odebrug y paseamos admirando las típicas fachadas inclinadas de ladrillos, incluso me acerqué al edificio, que hoy día es un hotel, donde falleció el trompetista Chet Baker y en cuya fachada hay una placa rindiéndole homenaje. Continuamos hasta el Damrak, donde no pudimos evitar detenernos para hacernos fotografías. Caminamos en dirección hacia la Plaza Dam, parando delante de los múltiples atractivos de los que presume una de las calle comerciales más famosas de Europa. Una suave llovizna acompañó nuestro paseo, por lo que íbamos parando de vez en cuando en las distintas tiendas que nos dieron cobijo. A media calle se encuentra el pasaje Beurspassage, que está decorado con pequeñas piezas cerámicas muy al estilo art nouveau. Verdaderamente encantador. Sofía estaba maravillada con las tiendas de queso Old Ámsterdam. Toda la calle está llena de tiendas de artículos de recuerdos.
En la plaza Dam se unieron a nosotros Sylvia y Ernest, unos amigos holandeses que quisieron acercarse para acompañarnos. La plaza Dam es verdaderamente impresionante. Es amplísima y al mismo tiempo concurridísima. Es uno de los lugares principales de encuentro en Ámsterdam, aunque da la sensación de que todo el mundo parece estar de paso. A un lado de la plaza está el impresionante monumento en honor a los caídos en la Segunda Guerra Mundial. En un lado, casi cerrando una esquina, está la Nieuwe Kerk (la Catedral Nueva), que es del siglo XV, pero el edificio que preside la plaza es el Palacio Real, que fue construido originalmente como Ayuntamiento en el siglo de oro neerlandés. Es un edificio verdaderamente enorme. En un lateral de la plaza está el célebre museo de cera Madame Tussauds, al otro lado del palacio hay un hotel NH de cinco estrellas, y tras el Palacio Real está el Magna Plaza, que es un centro comercial muy popular en la ciudad, y donde me compré mi primer reproductor de discos compactos hace ya más de treinta años atrás. ¡Qué recuerdos!
El cielo fue abriéndose y el sol, a ratos, asomaba entre las nubes. Rodeamos la Nieuwe Kerk y nos dirigimos a la estación central pero en el camino nos detuvimos en el Mannekenpis, que es un típico puesto belga de patatas fritas. Riquísimas. No tenían nada que envidiarle a todas las que he tomado en Bruselas las veces anteriores en mi vida. Al menos yo no aprecié nada que las diferenciara. Si acaso es que aquí pedimos varios tipos distintos de salsas mientras que antes siempre las había pedido acompañadas de mayonesa.
Mi hermano y Anita habían reservado un paseo turístico por los canales de Ámsterdam en un crucero que aunque estaba cerrado con unas cristaleras, también se podían abrir. Además estaba equipado con unos auriculares para escuchar una explicación de lo que estábamos viendo en diferentes idiomas. Lo disfrutamos mucho. Los cruceros por las ciudades siempre son algo distinto para hacer y son muy recomendables. Ofrecen una visión distinta a lo que uno puede ver yendo a pie a la vez que permiten un descanso a los pies.
Al regresar Miguel estaba muy impresionado con la gran cantidad de bicicletas que había aparcadas junto a la estación central. Y aunque no alquilamos ninguna, con nuestros pies sí que dimos un buen paseo por el centro. Callejeamos por una de las calles más céntricas de la capital holandesa, Zeedijk, y por todo el barrio de Chinatown, con todos sus comercios con carteles luminosos y amplias cristaleras. Me gusta mucho pasear por estas calles. No muy lejos de allí, casi a cuatro pasos, está el barrio rojo, que bueno, al principio a Miguel le intimidó un poco, aunque no tanto.
Nos acercamos a Oude Kerk (que es el edificio más antiguo de Ámsterdam) para admirar sus vidriadas fachadas y nos dejamos retratar junto a varias de las esculturas callejeras que adornan las calles del barrio. Tomamos un tentempié en la terraza junto a una plaza. Bianca tenía que volver, y decidimos ir regresando en dirección a la furgoneta.
Pero aún nos dió tiempo de ir a cenar al regresar a Almere. Mi hermano y Anita quisieron invitarnos por el cumpleaños de mi hermano y fuimos a De Beren (Los osos), que estaba cerca del hotel. Comimos estupendamente, la verdad. Disfruté mucho la velada familiar. Todos cenando juntos, a más de dos mil kilómetros de casa, con unas vistas fabulosas al lago -aunque yo las tuve a la espalda-, celebrando casualmente el cumpleaños de mi hermano, fue uno de esos recuerdos que se quedan por siempre.
Al día siguiente, después de desayunar en el buffet del hotel, tuvimos tiempo para pasear hasta una pequeña playa que había cerca del hotel. Era diminuta y estaba llena de cisnes y patos. Fue divertido y extraño acercarnos a una playa llena de cisnes. Intentamos acercarnos a ver si se dejaban acariciar, pero no eran tan domésticos. Seguidamente regresamos al hotel, recogimos las maletas e iniciamos la puesta en marcha al regreso a casa. En un rato, como quién dice, todo quedó en recuerdos y unos cuantos párrafos escritos en un teclado conectado a un ordenador por bluetooth.