Cada día que pasa me doy más cuenta que estoy inmerso en un proceso lento y perezoso a la vez que firme y constante de sencillez personal. Cada vez aprecio menos lo material y más lo que tiene que ver con los sentimientos. Cada vez tengo más claro que prefiero gastarme el dinero en sentir que en tener. El límite entre tener y sentir no siempre es sencillo de discernir. Para sentir un buen whisky de malta hay primero que tenerlo, para disfrutar de un libro o de música no es tan necesario hoy en día, tenemos bibliotecas e Internet que nos facilitan mucho el proceso.
Ni soy el único, ni soy nada original, ni estoy absorbido por ninguna moda, o eso creo. Ya el año pasado me pasaba y este año esta sensación ha explotado completamente. No deseo tanto poseer las cosas como disfrutar de ellas. Con esto no pretendo criticar a nadie ni nada. No creo tener más razón que nadie, ni creo merecer más respeto ni nada que me dé ventaja sobre el resto. Cada cual es cada cual y sus preferencias. Y mis preferencias hoy día están más en disfrutar de las cosas que puedo sentir que en las que puedo almacenar. Es la manera con la que espero alcanzar más directamente mi tan anhelada felicidad. Evidentemente como no soy una persona rígida e inflexible en sus pensamientos, puede que todo esto cambie o se vea interrumpido en cualquier momento, parcial o totalmente. No lo sé.
Sólo sé que prefiero ver a mi mujer feliz con un vestido que le guste, o con un bolso que desee que a mí con un reloj nuevo. Prefiero asistir a un teatro que un nuevo jersey. Lo siento, soy así de raro, por eso este año he devuelto casi todos mis regalos de Reyes, o todos aquellos que sólo incrementaban en número lo que ya tenía en exceso. Perdón a quien le pueda molestar.
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