Existe un periodo de tiempo indefinido que abarca desde el final de las fiestas navideñas hasta casi el comienzo de la primavera que es un bálsamo perfecto para los excesos de las fiestas. Un periodo de tiempo en el que apetece verdaderamente la austeridad. Las comidas, en la búsqueda de perder el sobrepeso adquirido en la sobreabundancia de las navidades, se vuelven frugales. Uno llega a terminar hastiado de tanta comida copiosa y desea comidas ligeras y sencillas. Vuelven el descanso y el tiempo libre paulatinamente y va quedando atrás la locura de las compras navideñas que sólo permanecen en nuestra renovada agenda en las devoluciones para aprovechar las rebajas.
Ahora, los fines de semana son auténticos remansos de paz y sosiego. Una vez bajado el árbol y los adornos navideños al trastero, la butaca que fue desplazada por el árbol regresa a su lugar, el Belén cede su sitio a las flores y a la vela, y así, poco a poco, cada cosa desplazada vuelve a su sitio. Una sensación de amplitud satisface nuestro espíritu hogareño. Los regalos nuevos sustituyen a los viejos, y existe un sensación de estreno que alegra la convivencia. Los niños están capturados por sus nuevos juguetes, como calmados por la novedad, y todos buscamos un hueco de tranquilidad para dedicárselo a lo que nos apetece. Todos andamos ocupados en nuestros nuevos juguetes. Incluso al final del día, al estar menos cansados, apetece ver una película o un capítulo de una serie.
Además, las comidas menos copiosas mejoran el descanso y activan automáticamente las ganas por realizar tareas: arreglar los cajones, ordenar la ropa, pasear, reencontrar tiempo para leer... Todo parece refrescar las actividades de la vida, hay una especie de complacencia hacia los demás, como una alegría y entusiasmo por retomar un ritmo vital que parecía perdido. Y esta alegría -a mi juicio- no es más que alcanzar pequeñas gotas de felicidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario