domingo, 27 de septiembre de 2015

Medina del Campo y Madrid

Amaneció el día en Valladolid fresco y despejado y sentíamos nuestros cuerpos más renovados en nuestras fuerzas de lo habitual. La tarde en la piscina -en mi caso echando la siesta- había dado sus espléndidos frutos. Por muy débil y desganado que uno se encuentre no hay nada como el descanso y el tiempo libre para reactivar las entusiasmo por la actividad.

Desayunamos nuevamente en el McDonalds junto al hotel y directamente retomamos nuestro itinerario. El punto de destino era Madrid capital, pero en el trayecto teníamos prevista tan solamente una parada en Medina del Campo para visitar el Castillo de La Mota.

La primera palabra que se le viene a uno a la cabeza cuando está por primera vez frente al Castillo de La Mota es fortaleza. Es un castillo con letras mayúsculas. No le falta de nada. Situado en una elevación, con una torre (Torre del homenaje), un foso que lo rodea, un puente levadizo, una capilla, un patio de armas. Fue la fortificación más avanzada de su época y no me extraña.

Llegamos antes de que abrieran las puertas. Los primero. Tal vez demasiado temprano. Aparcamos el coche y Miguel y yo nos acercamos al puente levadizo, nos acercamos a ver la puerta desde cerca. estábamos tocándola. Yo le explicaba a Miguelito que allí se habían librado muchas batallas. Se habían llevado a cabo luchas religiosas, por coronas y por poder, luchado por reyes, y que probablemente sobre sus muros se habría derramado mucha sangre en los múltiples asedios que allí se había llevado a cabo durante su larga historia. Miguelito tenía los ojos como platos imaginando la sanguinaria escena. Me preguntó si desde allí podría haber caído alguien herido al foso, le dije que probablemente sí, entonces su imaginación ilimitada me preguntó si se lo comieron los cocodrilos. Yo estaba dispuesto a contarle que probablemente no habría cocodrilos cuando desde detrás de la puerta, desde dentro del castillo, nos llegó un fuerte es estruendoso cerrojazo. Miguelito en un salto se situó detrás mía. Y en ese preciso momento comenzó la visita.

Miguelito iba por todo el castillo, sala a sala, esquina o mazmorra, imaginando que él iba con una poderosa espada abriendo camino hacia los mismos aposentos reales para dar muerte al más frío y carnicero enemigo que su imaginación era capaz de crear.

Terminamos la visita y Miguelito estaba empapado en sudor. Una dura batalla. Igual luchaba contra un dragón, que contra un león, o un fantasma. A veces llevaba un arco en sus manos y sacaba flechas desde detrás del hombro, las cargaba en un pestañear y lanzaba casi sin apuntar aunque siempre acertaba en el mismo centro de la frente de un centinela en una almena. En ocasiones cortaba cabezas de dos en dos con una espada mágica. Como lancero también era excepcional y en el cuerpo a cuerpo no tenía parangón. Pero aún mejor que todo lo que les cuento es la cantidad de efectos sonoros que hace con la boca. Una cantidad de ¡pum! ¡pam! ¡argh! ¡ah! y ¡zas! que me tenían todo el rato mirándolo con el rabillo del ojo, porque en cuanto se da cuenta que lo miramos disimula levemente y lo hace todo igual sólo que con voz apagada y con gestos escondidos. Nos metimos en el coche y todavía desde el interior iba guerreando desde su asiento. No quedaba nada vivo por donde rodaba nuestro coche. Llevaba a El Cid, Atila y a Thor sentado en el asiento trasero del coche.

Poco a poco, la música fue amansando su rabia y cuando llegamos a Madrid y a nuestro hotel, que estaba cercano al Santiago Bernabéu, Miguelito había canjeado la rabia por la ilusión, y ahora no paraba de imaginarse que detrás de cada esquina se encontraría con Isco, Cristiano Ronaldo o James. Ya les digo, la imaginación de un niño de 6 años es inagotable.

Casualmente esa misma noche se jugaba un partido en el estadio madridista, el trofeo Santiago Bernabéu, contra el Galatasaray. Justo después de aparcar el coche y de dejar las maletas en la habitación nos acercamos al Bernabéu, en busca de unas entradas para el partido. Había una cola inmensa y se comentaba que aún había entradas, pero sólo quedaban sueltas y que las estaban dando separadas. Llegado a ese punto no había vuelta atrás. Los reventas anunciaban a bombo y platillo que tenían entradas, en la cola el desánimo aumentaba. Existía la sospecha de que podíamos quedarnos sin entradas. Mi mujer estaba más mosca que nadie. Los niños emocionados ante la posibilidad de ir a un partido y ver al Real Madrid. Las conseguimos, pero no fue esperando la cola...

Almorzamos en una pizzería que había cerca del hotel y en metro nos acercamos a la Puerta del Sol, que como siempre estaba abarrotada. Sofía sí la recordaba de nuestra visita anterior, pero para Miguel era imposible, porque en cada ocasión que pasábamos delante del famoso reloj, Miguel dormía profundamente. Paseamos por la Plaza Mayor, la Calle Mayor, el mercado de San Miguel y la Plaza de la Villa. Poco más. Yo tuve la suerte de encontrar la librería Méndez abierta y pude entrar por fin, tras varios años intentándolo, y comprarme un libro (La sonata a Kreutzer - Tolstoi).

Regresamos en metro al tren y todavía subimos a la azotea, donde estaba la piscina del hotel, y nos dimos un chapuzón en ella. Un baño rápido porque no nos sobraba el tiempo y porque el agua estaba helada. Las vistas desde lo alto del hotel hacia los nuevos rascacielos de Madrid eran espectaculares. Bajamos a la habitación y nos arreglamos para ir al partido.

Antes del partido fuimos a cenar algo rápido a un Burger King que hay en la Calle General Moscardó, y en los aledaños del estadio compramos a los niños unas bufandas para el partido. ¡Qué felices e ilusionados estaban! Se lo pasaron estupendamente. Un partido internacional, el ambiente festivo de principios de temporada, una noche estrellada, el resultado emocionante hasta el final y de colofón un golazo de Marcelo que dio la victoria y de remate la entrega del trofeo. ¡Todo un espectáculo y otro bonito recuerdo a la buchaca!

viernes, 18 de septiembre de 2015

Valladolid

Valladolid era un destino destacado en nuestro viaje, incluso habíamos dejado un día completo para descubrila, pero al mismo tiempo también iba a ser una parada de descanso porque lamentándolo mucho llegaríamos un lunes, y los lunes siempre se encuentran un buen número de museos cerrados. Nos hubiera encantado eliminar el lunes de nuestro viaje pero cuando el viaje dura más allá de una semana es algo que no está a nuestro alcance. Así que resignación.

Nuestro primer punto de interés turístico, después de  aparcar el coche por el centro, que lo nuestro nos costó, era la Catedral de Valladolid, que es -a mi juicio- exageradamente grande, inmensa a pesar de estar inacabada. Pero cuando uno está enfrente de la Catedral, sin querer se le distrae la mirada en busca de La Iglesia de Santa María la Antigua. La torre románica terminada en pirámide de teja dan un aire singular a la iglesia del siglo XII. La iglesia está construida en distintos estilos arquitectónicos pero el resultado es elegante y atractivo. A mí me enamoró a primera vista. Ninguno de los dos templos católicos estaba abierto y es que se unía que además de lunes también era agosto. Una lástima. En cualquier caso rodeamos ambas para llevarnos un recuerdo más completo.

En la parte trasera de la Catedral, en una zona que daba la impresión de estar algo descuidada, está el Museo Diocesano, que también estaba cerrado, y enfrente la Universidad con una estupenda fachada barroca. Como la universidad sí estaba abierta (debía ser periodo de matrículas) entramos aunque sólo fuese para contemplar la majestuosa escalera que encontramos en la entrada. En la plaza que hay justo delante de la universidad se encuentra una estatua en honor al que es considerado la figura máxima de la literatura española, Don Miguel de Cervantes Saavedra.

Desde allí nos dirigimos hacia la Plaza Mayor, pero de camino pasamos por delante de la Parroquia de San Salvador a la rodeamos y seguidamente cruzamos por el Pasaje Gutiérrez, dando un distraído rodeo, porque durante unos minutos habíamos perdido completamente el norte y nos costó hallar el pasaje. Como bien es sabido que eso de perderse tiene sus inconvenientes y no hay inconveniente que no tenga su ventaja, en nuestro deambular sin rumbo por las callejuelas del centro nos cruzamos con una zona en la que se concentraban varias librerías con muy buena pinta. Me quedé con la matricula. En el interior del pasaje se estaban llevando a cabo unas obras en uno de los locales que lo deslució bastante.

Por la Plaza de Fuente Dorada accedimos por una calle peatonal a la Plaza Mayor, donde está el Ayuntamiento. La Plaza Mayor es bastante amplia y en el centro hay un engalanado monumento al Conde Pedro Ansures, repoblador de Valladolid. El Ayuntamiento recuerda a los edificios herrerianos del centro de Madrid.

Desde la Plaza Mayor, por la Calle de Santiago, se llega directamente al paseo de Zorrilla, frente al Parque del Campo Grande, a cuya entrada hay colocada una magnífica estatua del vallisoletano José Zorrilla. Allí también se encuentra el imponente edificio de la Academia de Caballería frente a una no menos imponente fuente. Giramos nuestros pasos justo hacia el otro sentido en busca de la Casa de Cervantes, que según me informo vivió en Valladolid durante seis años, pero como ya era de esperar también estaba cerrada.  Proseguimos nuestra visita en sentido a la Plaza de España, donde había un mercadillo. Curioseamos unos minutos y continuamos nuestro paseo por la Calle Duque de la Victoria, para después girar por la Calle Platerías, en cuyo final está la Iglesia de la Vera Cruz.

Nuestra próxima parada era la Iglesia de San Pablo, cuya fachada gótico isabelino es sencillamente sensacional. Los primeros pasos del renacimiento ya estaban dados. No pudimos entrar. Nuestra idea de visitar el claustro se esfumó. Todavía intentamos visitar la casa de José Zorrilla, pero nos encontramos con otro cerrojazo, de manera que decidimos regresar al centro, donde cerca de aquellas librerías le echamos el ojo a un bar con una terraza agradable. En esta ocasión no tuvimos suerte con la elección, pero al menos yo me traje un recuerdo de una de aquellas librerías tan atractivas que habíamos visto al principio del día.

Después del almuerzo regresamos al hotel, pues como ya dije al principio de la entrada, ese día tocaba descansar y por esa razón elegimos un hotel con piscina. Mi santa y los niños se fueron a darse un baño, pero yo me eché una poderosa siesta que me sirvió para recargar completamente mis energías. El volante amodorra mucho y si bien ellos pueden dar una cabezadita, yo no me lo puedo permitir.

El resto del día fue así, de descanso. Los niños lo necesitaban y a nosotros tampoco nos vino mal. Salimos por la noche a cenar a un McDonalds que había cerca del hotel -no todo iban a ser lechazos- y nos acostamos tan pronto como pudimos. Todavía nos quedaban algunas visitas y varios días intensos por delante.


miércoles, 16 de septiembre de 2015

León, Astorga, Benavente, Zamora, Toro y Valladolid

Salimos a desayunar a un bar cerca del hotel, pues en este hotel tampoco teníamos incluido el desayuno. Por mí perfecto. Soy hombre de cafeterías. Los desayunos en los hoteles me parecen todos iguales, como los menús para los turistas. En las cafeterías además puedes leer la prensa, charlar en la barra con el camarero o con el abuelo que todos los días se echa un carajillo al gaznate. Los bares son  auténticos, en cambio, los salones donde se sirven los desayunos en los hoteles me parecen como los decorados efímeros de las películas del oeste, que en cualquier momento parecen que se van a desmontar. Nada que ver. 

De manera que salimos a desayunar, y como este quinto día de viaje estaba previsto que sería uno de los más largos y agotadores, porque además de muchos kilómetros por delante también teníamos pendientes muchas paradas y visitas, decidí regalarme un desayuno contundente. Así que pedí un pincho (pintxo?) de tortilla y un café con leche. No tendría ninguna importancia sino fuera porque me pusieron como pincho un cuarto completo de una tortilla que era más sencillo darle la vuelta que saltarla, y que desde ese mismo momento quedará para siempre en mi maltrecha memoria como el pincho de tortilla mejor servido de mi vida. Todo acompañado de casi media barra de pan. Aún a pesar de tan magno tamaño, no dejé ni las migas.

Iniciamos la jornada acercándonos en coche a la plaza Mayor, porque aunque el día anterior ya la habíamos visitado, fue de noche, y creímos que sería una buena idea hacerlo también de día. Y está claro que fue una decisión acertada.

La plaza parecía completamente otro lugar, totalmente distinto al que habíamos visto la noche anterior. Más bonita todavía. El ayuntamiento con sus balcones corridos, los torreones achapelados, las flores de la fachada y el reloj en el centro completaban un conjunto robusto y bello.  Incluso el color del conjunto de la plaza, que nos pasó desapercibido de noche, ahora nos llamaba la atención.

Seguimos en coche hacia el Convento de San Marcos y aparcamos en la Avenida Condesa Sagasta, junto al Bernesga, muy cerca del convento. La mañana estaba despertando aún y todavía podía respirarse esa atmósfera limpia de contaminación. La plaza estaba casi completamente vacía y la imponente fachada del convento gobernaba con insolencia autoritaria. El plateresco en su más alto esplendor. El renacimiento en una sola fachada. Un lienzo completo de ventanas de medio punto y pilastras platerescas, balaustradas, medallones con personajes ilustres. Un experto en arte podría pasar fácilmente una mañana explicando la fachada.

Entramos. Ahora parte del convento es un hotel. Otra vez Paradores. El conjunto incluye también una iglesia, un claustro y un museo. Desde el hotel se puede acceder al claustro pero a la iglesia no, o al menos creo que no, pero todos sabemos los pasajes secretos que unieron siempre la iglesia con el poder. Y éste, no cabe duda, es lugar de poderosos. Reyes que gobernaron el reino más grande jamás gobernado. Los Reyes Católicos, Carlos I, Felipe II. La lista es larga. Visitamos todo lo que nos era posible visitar, menos el museo. Nunca hay tiempo para todo y elegir es una obligación. Astorga nos esperaba. Nuestro propio camino de Santiago no paraba. Ya habíamos llegado lo más al norte que nos habíamos propuesto llegar, ahora comenzábamos el camino hacia el sur.

En media hora estábamos aparcando en la Avenida de las Murallas, probablemente desde donde se tienen las mejores panorámicas de las dos perlas que acoge Astorga: la Catedral y el Palacio Episcopal. Obra esta última de Gaudí. Y se nota. Entramos en el Palacio Episcopal, o capricho de Gaudí. ¡Qué maravilla de luz! Los espacios interiores todos únicos y extraordinarios. Parece mentira que pudiera haber tanta luz rodeada de tanta piedra. Me gustó más de lo que esperaba. En los viajes siempre existe este tipo de sorpresas inesperadas, y me gusta que así sea.

Después de la luminosa visita nos acercamos paseando al Museo del Chocolate de Astorga, un museo curioso y original, donde se explica el proceso completo para elaborar el chocolate desde el cacao, así como un resumen histórico del chocolate a lo largo de la historia. Fue entretenido aunque prescindible, pero a los niños les gustó, especialmente cuando nos dieron a probar distintos tipos de chocolate. A la salida, en la tienda, compramos un par de tabletas que nos sirvieron de tentempiés durante el resto del día.

Justo a la salida del museo había un parque con una original tirolina infantil, y Miguel y Sofía, desde el primer momento en que la vieron estaban deseando tirarse. ¡Cualquiera los convencía de lo contrario! Después de tirarse unas cuantas veces comenzaron a desaparecer misteriosamente las primeras pastillas de chocolate. Regresamos al coche y programamos en el navegador que mi hermano nos había prestado para el viaje (gracias Bro!) nuestro próximo destino: Benavente.

Llegamos a Benavente directamente a la Plaza de Santa María, donde está la Parroquia de Santa María La Mayor o Santa María del Azogue. Tuvimos suerte y aparcamos en la Plaza de la Madera a pocos pasos de la Iglesia.

Santa María del Azogue es una iglesia atípica. Por una lado el torreón o campanario, rectangular, con el reloj colocado en su fachada en un lugar poco previsible. Luego sus cinco ábsides, juntos en serie, en la parte trasera, como en un abrazo de piedra. Uno de los pórticos es extrañamente blanquecino, como afrancesado. Otro pórtico es románico ejemplar, el universo del medio punto y la austeridad. El conjunto es verdaderamente un conglomerado de estilos a la vista de todos. La piedra hecha enciclopedia de arte.

Almorzamos en el centro de la ciudad, no muy lejos de allí, en el Restaurante Lord Byron, donde sirven un ciervo en salsa exquisito. Doy fe. Después de espabilarnos con un café nos acercamos en coche a un extremo de la ciudad para visitar el castillo de Benavente, hoy el Parador de Benavente. Una torre medieval, conocida como la torre del Caracol, y en el salón de la torre un artesonado mudéjar. Algo nada habitual. Bajamos las escaleras del torreón mientras yo iba pensando: por estas escaleras bajaron los Reyes Católicos, creadores de un Imperio. Iba de alguna manera repitiendo los pasos de la Historia. Casi pisando la Historia.

Seguimos nuestra cuesta abajo por la piel de toro en nuestro itinerario hacia Zamora. El paraíso del románico. Aparcamos junto al Mercado de Abastos, a pocos pasos de la Plaza de la Constitución y de la Iglesia de Santiago del Burgo. Caminamos por la Calle Santa Clara hasta la Plaza Sagasta y continuamos hasta la Plaza Mayor, donde está la Iglesia de San Juan. Otro soberbio encuentro con el románico zamorano.

En la Plaza Mayor cogimos un tren turístico que nos dio una espléndida panorámica inicial de la ciudad de Zamora. La primera impresión fue magnífica. Pronto comprendimos que estábamos ante la gran desconocida. La vista de Zamora desde el Puente de Los Poetas con vistas al puente de piedra es una preciosidad. La foto de la vista de Zamora desde el otro lado del Duero es ahora mismo el fondo de mi escritorio en el ordenador de sobremesa.

Otra vista fabulosa es la que se disfruta desde la Iglesia de Santiago el viejo. Una maravilla. Las murallas cercando al castillo y a la catedral, algo elevada, que descansa echada a un lado, con el espléndido cimborrio coronando la vista, nunca mejor dicho. Les aseguro que las fotos no hacen justicia.

Callejeamos. No teníamos mucho tiempo, pero no nos metimos prisas. Sabíamos que tendríamos que salir y abandonar Zamora sin llegar verdaderamente a conocerla, pero demorábamos ese instante callejeando por su casco viejo. La Puerta del Obispo, las calles empedradas, la casa del Cid, los torreones, las vistas al Duero y al puente de piedra desde el mirador en la calle Corral de Campanas, la iglesia de San Isidoro y las cigüeñas sobre el campanario, y en un muro el poema de Lope: Esto es amor...

Abandonamos Zamora con pena en dirección a Toro. Allí perseguíamos ver la Colegiata de Santa María la Mayor pero encontramos mucho más.

Entramos a la ciudad de Toro intentando pasar bajo la Puerta del Mercado, y todo parecía correctamente encaminado, pero justo cuando estábamos delante de la Puerta una señal mostraba que la dirección era prohibida. De manera que no pudimos cruzarla, por lo que giramos obligados a la izquierda hacia la Plaza de Santa Marina y continuamos por la Calle Sol, rodeando por el exterior el centro de la ciudad hasta aparcar en la Plaza de San Agustín. Justo al otro extremo de nuestra entrada frustrada. Continuamos a pie junto al Alcázar, por la Calle Comedias. Llegamos al Paseo del Espolón, donde está situada la espléndida Colegiata de Santa María la Mayor. Uno comienza a quedarse sin palabras.  Las vistas que hay sobre el Duero me recordaron en cierta manera a las del Tajo de Ronda, pero éstas me gustaban más. El río Duero marcaba una gran diferencia.

Comenzaba a atardecer. El cielo parecía arder. Aquí falleció desterrado el Conde Duque de Olivares. Observas que el Pórtico de la Majestad tiene un nombre verdaderamente acertado. Hay niños jugando al fútbol. El atardecer colorea la lámina de agua del Duero. Lo dora. Los arcos del puente de piedra se duplican en el espejo dorado. Es una contemplación inspiradora. Definitivamente estoy seguro de que vamos a agotar la batería de la cámara de fotos. Después de un buen rato maravillados decidimos acercarnos a ver la Plaza Mayor. El Ayuntamiento queda a la izquierda. Hay soportales y en ellos mucha animación. Las terrazas están repletas. Todo el mundo parece llegar en ese momento. Es el centro en domingo y comienza a abarrotarse. Coincidimos en que es el momento perfecto para abandonar Toro.

La siguiente parada sería la última del día: Valladolid. La carretera a Valladolid desde Toro pasa por Tordesillas, pero la tendríamos que dejar para otra oportunidad. Anochecía y el cansancio se adueñaba de nuestro ánimo. El tráfico se hacía denso. Sólo cabía en nuestro pensamiento subir las maletas a la habitación del hotel, salir a tomar algo de cenar, darnos una buena ducha y echar un sueño. Valladolid podría esperar un día más.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Burgos, Frómista, Villalcázar de Sirga, Carrión de los Condes, León

En el primer itinerario de viaje que imaginamos, teníamos marcado para ese día salir temprano de Burgos hacia León, pero como no fuimos capaces de encajar la visita del Monasterio de Santa María la Real de la Huelgas el día anterior, la dejamos para esa mañana. Además como el Monasterio está en las afueras de Burgos, casi en dirección a León, no nos venía del todo mal en nuestro camino hacia León.

Para desayunar quedamos con una amiga de mi familia, Puri, que era una amiga de mi madre y vive en Burgos. Vino hasta nuestro hotel, donde estábamos esperándola a la hora convenida, y desayunamos juntos. Echamos un buen rato charlando durante el desayuno, pero no pudimos quedarnos mucho con ella porque el tiempo se nos echaba encima y nuestro viaje ya llevaba bastante retraso. Nos despedimos y seguimos nuestro camino hacia León, pero antes... el Monasterio de las Huelgas.

Lo primero que me gustaría señalar del Monasterio de monjas cistercienses es que se realiza con visita guiada y que la guía que nos tocó en suerte fue absolutamente maravillosa. Un buen tono de voz, con el que se la entendía clarísimamente, muchísimos conocimientos, que aunque parezca una perogrullada no siempre es así -lo digo por experiencia- y además era amena y divertida.

El Monasterio de las Huelgas es una visita obligada en Burgos. Hoy día sigue manteniendo una zona de clausura, y, según nos contó la guía, es una de las órdenes más duras y estrictas que aún existen. El lugar y su entorno parecen estar apartados del tiempo, como sumergidos en siglos de ausencia. Aun pareciera que la abadesa María Ana de Austria paseara en sus rígidos quehaceres alrededor de Las Claustrillas. La visita bien vale una mañana pero nosotros sólo dispusimos del tiempo de la visita guiada y un poco más. Si os gusta la historia y los entresijos de reyes, abades y demás nobleza, así como los líos de palacio, estad seguros de que esta visita os encantará y, por si fuese poco, el Monasterio es un lugar bello, casi idílico, donde el arte y la historia van cogidos de la mano.

A cuarenta y cinco minutos de Burgos aproximadamente está Frómista (Palencia) y en mitad de una amplia e irregular plaza su joya románica, la Iglesia de San Martín de Tours. El cielo había ido despejándose conforme iban avanzando la manecillas del reloj y cuando bajamos del coche el sol era dueño y señor de todo su reino del cielo, pero abajo en la tierra, en ese justo momento, para mí, quien dominaba bellamente aquel instante era la Iglesia de San Martín. Es difícil de explicar pero cuando uno contempla la Iglesia de San Martín, por cualquiera de sus cuatro puntos cardinales, tiene la sensación de que todo está bien hecho, quiero decir, perfectamente hecho, equilibrado tanto armoniosa como artísticamente. Nada sobresale ni para bien ni para mal, es completamente proporcionado, tanto las simetría de sus torres como la altura del cimborrio, la escala del pórtico y las dimensiones de las ábsides. Una perfecta armonía visual.

Quisimos entrar pero estaba cerrada, y aún faltaban un par de horas para que abrieran sus puertas. No podíamos esperar tanto. Los viajes son así. Las visitas del camino se hacen en el camino y llegas cuando el camino te lleva a ella. Depende más del camino que de uno. Quizás la próxima vez sea posible, o quizá no. Nunca se sabe. A veces es bueno dejar una excusa para volver. Nosotros dejamos dos. Ver el interior de la Iglesia y picar algo en La Venta Boffard, a pocos metros de la Iglesia, donde hay un patio alargado y al mismo tiempo recogido en el que sirven degustaciones de quesos Boffard. ¡Qué olor!

Pero no quisimos demorarnos, pues ya teníamos comprometido el almuerzo. A pocos kilómetros de Frómista hay un pequeño pueblo llamado Villalcázar de Sirga y en él un mesón, Mesón de Los Templarios, y mi hermano que lo conocía bien, antes de mi partida me recomendó encarecidamente que lo visitase. No teníamos reserva, porque no sabíamos si podríamos encajarlo en nuestro itinerario, pero finalmente pudimos, aunque tuvimos que tirar de una pizca de ingenio y un saco de suerte para coger una mesa. ¡Y valió la pena!, porque les aseguro que si alguna vez vuelvo, en la siguiente ocasión, haré el esfuerzo que sea necesario para encajar de nuevo el almuerzo en este mesón dentro del itinerario. Comimos de entrada una sopa castellana, un plato de queso y morcilla palentina ¡ojo!, y como plato principal lechazo al horno de leña. Una delicia para los sentidos.

Para llegar a León pasamos por Carrión de los Condes, pero de pasada. Sólo yo me bajé del coche para fotografiar y contemplar durante unos instantes la imponente fachada del Antiguo Monasterio de San Zoilo. Los niños, una vez la panza llena, había quedado amodorrados en sus asientos. El aire acondicionado y la música de los altavoces fueron un aliciente mayor que la fachada de un Monasterio. Mi santa que no quiso dejarlos solos se quedó a contemplarla desde el coche. También nos detuvimos en la estrecha calle en la que se ve el famoso friso de la fachada de la Iglesia de Santiago. Al menos no me quedé sin verlo, pero fue una lástima no poder dedicarle más tiempo.

Poco más de una hora después estábamos en la habitación del hotel de León. Lo justo para subir el equipaje, acicalarnos un poco y listos para continuar, aunque esta vez a pie por el centro de León. Verdaderamente ya nos apetecía estirar las piernas.

La primera visita era obligatoria. Si vas a León la Catedral es una obligación. De nuevo nos ofrecieron la posibilidad de las audioguías y de nuevo nos pareció una buena idea. La catedral de León tiene algo que la diferencia de las demás: su luz. El haz de luces que entran a través de las vidrieras otorgan una presencia distinta al interior. Parece irreal, casi sobrenatural, divina. Uno camina bajo el rosetón con la mirada levantada, y la visión te tira hacia arriba, te impulsa. Uno desearía poder estar situado más alto, elevado, alzado sobre un artilugio que te permitiera desde la altura poder apropiarte de toda esa luz, o mejor aún, levitando en el mismo centro de la catedral, en el punto exacto donde la luminosidad entrante alcanzara su máximo esplendor, pero no es posible, o al menos yo no puedo, pero sí soy capaz de pasear y detenerme y comprobar que desde cada ángulo hay una visión distinta, casi mejor que la anterior. Al finalizar la visita uno sale convencido de que si existe una catedral, un templo religioso, en el que se pueda alcanzar el éxtasis del amor divino, sin duda, éste es uno de los más propicios.

Al abandonar la más francesa de las catedrales españolas, y después de enmarcarla varias veces en el objetivo de la cámara, continuamos nuestra visita por la Calle Ancha hasta la Plaza San Marcelo, donde está el Palacio de los Guzmanes y la Casa Botines, obra de Gaudí, en cuya fachada hay una fabulosa escultura de San Jorge y el Dragón, que llamó mucho la atención de los niños, aunque a todos nos pareció más un cocodrilo que un dragón. En el quiosco que hay en la misma Plaza de San Marcelo le compramos un par de sobres de cromos de fútbol a Miguelito, que no dejaba pasar la oportunidad de preguntarnos si se estaba portando bien cada vez que pasábamos delante de una papelería o quiosco. Y como está comprobado que el que la sigue la consigue, casi todos los días, al final de la jornada le caían un par de sobres. El muy pillo se te acerca, te da la mano, pone cara de niño bueno y te pregunta con una vocecita dulcísima: ¿verdad que me estoy portando bien hoy, papá?

Giramos a la derecha de la plaza hacia la Basílica de San Isidoro de León. Entramos y contemplamos el retablo, pero los niños estaban muy cansados para realizar una visita interior. De manera que salimos hacia la terraza de un bar que hay en la misma plaza, desde el que se podía admirar descansadamente la impresionante fachada románica. Lo cierto es que llevábamos mucho andado y mucho había aún que nos quedaba por andar.

Una vez restablecidas las capacidades mínimas para continuar la visita, nos acercamos hasta el Arco de la Cárcel, frente a la Plaza del Espolón, entramos y salimos en pocos minutos, y nos adentramos de nuevo hacia el centro de León, aunque en esta ocasión por calles más solitarias -para mi señora demasiado solitarias-. Llegamos de nuevo hasta la Catedral, faro de esta ciudad. De nuevo muchas fotos. Perspectivas distintas, fotos distintas. Nos dejamos llevar entre el gentío por el Barrio Húmedo, hasta desembocar nuevamente en la Calle Ancha y en unas de sus bocacalles decidimos picar algo antes de regresar al hotel. La noche se cerraba y comenzaba a refrescar, a pesar de ello decidimos sentarnos en la terraza del Four Lions. Nuestra manía de preferir los exteriores. Four Lions es una cervecería que sirve -evidentemente- cerveza artesanal. Me tomé un par de buenas cervezas acompañadas con pinchos de jamón. ¡Qué fácil se enlaza la felicidad a veces!

Antes de retirarnos al hotel quisimos acercarnos a ver la Plaza Mayor por la noche, por verla iluminada, a pesar de que Miguelito y Sofía se negaban, pero les dijimos que era el camino más corto para regresar y más mal que bien aceptaron dejarse guiar por nuestros pasos. Aunque  cada veinte pasos preguntaran si faltaba mucho para llegar al hotel.

Así se acabó la jornada un día más. Los niños reventados y nuestros pies machacados. Deseosos de volver al hotel y darnos un baño caliente, descansar un poco y, antes de dormir, preparar todo para el día siguiente. El final y el comienzo de algo parecido a días perfectos.

viernes, 4 de septiembre de 2015

Covarrubias, Santo Domingo de Silos, Lerma, Burgos

Despertamos temprano. El cielo estaba casi despejado y en toda la noche parecía que no hubiera vuelto a llover. Salimos a desayunar a un bar cerca del hotel e iniciamos un nuevo día en dirección a Covarrubias. Primera parada prevista del día.

Covarrubias está aproximadamente a tres cuartos de hora en coche desde Burgos. Es un pequeño y agraciado pueblo que parece estar detenido en el tiempo, conocido como la Cuna de Castilla. Está situado en la Ruta de la Lana, en el camino del destierro de El Cid, en el Camino de Santiago y, sobre todo, muy cercana y de camino desde Burgos a Santo Domingo de Silos. Covarrubias está declarada Conjunto Histórico-Artístico Nacional y a nosotros nos encantó.

Nuestra primera impresión fue que era un pueblo dormido. Apenas nadie por las calles, los comercios abiertos pero no se apreciaba ningún movimiento. Si acaso una mujer con una bata que venía de comprar una barra de pan. Comenzamos a pasear dejándonos llevar por el conjunto de su encanto. Miraras hacia donde miraras todo era una estampa preciosa. Nos hicimos fotos junto al Torreón de Fernán González, torre defensiva del siglo X, en un plaza sin igual. Visitamos la Colegiata de San Cosme y San Damián, inesperadamente bella. Nos fotografiamos frente a la casa de Doña Sancha -esposa de Fernán González-, con su soportal y su balconada típicamente castellanos. Traspasamos las murallas y caminamos hechizados junto al río Arlanza, detuvimos nuestro paseo brevemente en un banco en el que me hubiera encantado pasar la mañana leyendo un buen libro, pero ni llevaba un libro ni podía disponer del tiempo, así que proseguimos nuestro deambular por las callejuelas de Covarrubias hasta desembocar en la Plaza Mayor, donde está el Ayuntamiento.

Finalmente tomamos asiento en una terraza junto al torreón, a tomar un café, con las murallas medievales de fondo, el sol dorando el empedrado de las calles y una brisa fresca alborotando las hojas caídas. Un lugar perfecto para dejar pasar el tiempo. Un lugar perfecto para detener el tiempo en nuestros recuerdos.

Abandonamos Covarrubias atravesando en coche el puente de piedra sobre el río Arlanza, en pocos minutos nos esperaba Santo Domingo de Silos. Una visita muy deseada por mí.

Sin duda nuestra primera visita en Santo Domingo de Silos era su monasterio benedictino, especialmente su claustro, el románico, claro está, porque el monasterio contiene dos claustros, uno románico del siglo XI y XII y otro construido posteriormente al mismo tiempo que la Basílica, ambos en el siglo XVII.

Buscábamos el claustro románico pero lo primero que encontramos fue la entrada a la Abadía y presidiéndola una gran secuoya. Impresionante. Finalmente, tras un corto rodeo llegamos a la entrada que da acceso al claustro románico, y nada más llegar nos informaron que en pocos minutos comenzaría una visita guiada por el interior del claustro que no quisimos dejar pasar. La guía  de la visita fue fabulosa.

La primera sensación que uno tiene cuando entra por primera vez al claustro de Santo Domingo de Silos es tranquilidad, sosiego, paz. Después, conforme la explicación de la visita guiada va desarrollándose, uno siente gratitud por poder visitar en su vida un lugar así. Algo similar sentí en mi última visita a El Patio de los Leones de la Alhambra. Sentir que uno puede visitar un lugar como estos con solo pagar una entrada es un auténtico privilegio. Un lugar que durante muchos siglos ha estado cerrado a cal y canto, fuertemente custodiado, que se pagaba con la vida traspasar furtivamente sus muros, bien por ser residencia real, bien por ser el palacio de un emperador o un espacio sagrado de meditación en un monasterio de clausura, por lo que quiera fuere, uno se siente un afortunado. Sobre todo sabiendo que es gracias a tantas restricciones y limitaciones a lo largo de los siglos la razón por la que el lugar permanece excelentemente conservado.

El claustro consta de dos plantas. La segunda planta se cree que se construyó a finales del siglo XII o principios del XIII. Su forma es casi cuadrada, pero lo que llama la atención es tanto su conjunto como sus detalles. El conjunto es armonioso y sencillo, incluso modesto, un patio interior ajardinado abierto al exterior -el cielo- por el interior -el jardín del claustro-.  Alrededor del jardín un pasillo cubierto, aporticado con columnas colocadas a pares sobre un podium corrido que limita el paso desde la zona ajardinada. Hasta aquí casi como cualquier claustro, salvando que este tiene unos pocos siglos más. En el centro una fuente. El agua: muy árabe o muy románico, como gusten. En un lado un ciprés, o más bien, el ciprés. Alto, esbelto, lozano y al mismo tiempo eterno. El molde del resto de los cipreses. ¿Está bajo sus raíces enterrado el abad Domingo -el futuro Santo Domingo-? Debe haber una respuesta para ello pero yo no la sé, pero en realidad ¿alguien lo sabe?

Todo esto es el conjunto y unos pocos detalles. El resto son todo detalles. Los ochos relieves en los machones de las esquinas, con pasajes de la vida de Jesús, la explicación del orden divino en aquella actualidad. En realidad no muy distinta de la de hoy día, mil años después. El pecado contra la virtud. La mentira y la negación contra la razón y la fe. La vida en la tierra y la divina salvación. El aquí y el ahora y el eterno más allá. Más detalles: los capiteles profusamente adornados con representaciones figurativas o vegetales. El techo forrado de madera, el piso adoquinado de piedra, casi como un mosaico romano,  y en medio de todo, las dos columnas torsas.¡Vaya giro! ¡Qué atrevimiento! El punto de quiebro. Desde aquí y hasta aquí. La curva frente al ángulo recto. El cuadrado frente los arcos de medio punto. Y de repente, sin esperarlo, como si no fuese ya suficiente, el gran salto de los siglos: ¡un arco de herradura! ¡escritos árabes sobre la piedra!¡en un lugar cristiano! ¡Las manos sobre la cabeza! El aprecio de la cultura hacia la Historia. El milagro del respeto. El valor de distinguir entre lo común y lo especial. El arte ganándose el respeto de la Historia y de quien la escribe.

Salimos del claustro. Aún estoy un poco aturdido. Mi niña dice que le ha gustado mucho la visita y especialmente la explicación. Tiene nueve años y es prácticamente la primera vez que escucha hablar de arte sacro, de arcos de medio punto, siglos que van y vienen, reyes, monasterios, relieves sobre la piedra, verborrea arquitectónica... y dice que le ha gustado. La magia de la comunicación. Ver las cosas en la realidad o verlas en un libro. Vivir versus leer. Tengo la ilusión de que puede que esta visita haya sido más importante de lo que estoy dispuesto a suponer.

El camino que nos lleva a Lerma es sencillamente hermoso. El suave perfil de las praderas con sus verdes intensos, el cielo plomizo cubierto de nubes algodonadamente infladas, el amarillo ocre de la mies, los girasoles saludando a la mañana, un par de cigüeñas planeando con sus alas extendidas, y en medio de todo, desde los ojos de esas cigüeñas, la cuerda gris del asfalto, y sobre él un coche color vino tinto. En ese momento conduzco sobre los sutiles cambios de rasante, aún bajo el profundo influjo del claustro, lo confieso.



Llegamos a Lerma. Aparcamos en medio de la Plaza Mayor, en superficie, nada de aparcamientos subterráneos. Una plaza enorme. En el aire olía a lechazo al horno. Ocupando completamente uno de los lados de la plaza está situado el palacio cortesano del Duque de Lerma. En las cuatro esquinas del Palacio Ducal hay cuatro torreones con el clásico estilo herreriano, tan característico de los Austrias, con los chapitales piramidales acabados en punta reforzando su aspecto simétrico. Entramos en el patio interior del Palacio Ducal, que ahora es un hotel de la cadena Paradores. El patio está cubierto y todo parece armonioso y bien cuidado. A pesar de ser privado es posible pasear por las bellas galerías de columnatas que rodean al patio. Una sobriedad desconcertante. Éste edificio fue tanto residencia del favorito de Felipe III como cárcel.

Con el coche nos acercamos a la Plaza de Santa Clara, y nos detuvimos junto al Mirador de Los Arcos, desde donde la mirada puede descansar en la enormidad del horizonte. Abandonamos Lerma de vuelta Burgos. Una hora más tarde estábamos sentados en una mesa del Restaurante Casa Ojeda, a punto de calzarnos un plato de cordero lechal al horno de leña. Para chuparse los dedos. Un lechazo como Dios manda. ¡Qué lujo! ¡Comida de reyes!

A la espalda del restaurante está la Plaza de la Libertad, también conocida como la Plaza del Cordón, por el cordón franciscano de la fachada del Palacio de los Condestables de Castilla, también conocida por la Casa del Cordón, en cuyos aposentos los Reyes Católicos recibieron a Cristóbal Colón al regresar de su segundo viaje a América. Ésto ocurrió el 23 de abril de 1497. Coincidiendo con la fecha de cumpleaños de nuestra Sofía, sólo que varios siglos antes. En la Casa del Cordón también falleció Felipe el Hermoso. Cruzamos por la Plaza Santo Domingo de Guzmán, por la calle Entremercados -me encanta este nombre de calle- y llegamos a la Plaza Mayor, desde aquí se callejea fácilmente por el casco viejo hasta la Catedral.

Entramos a visitar la Catedral y otra vez nos servimos de las audioguías. A los niños les entretenía y a nosotros no pareció una buena idea. La Catedral de Burgos es un mundo de detalles, siglos de trabajo para agrandar una fe, una adoración. Las torres, el rosetón, la bóveda estrellada, las capillas exageradamente decoradas, retablos rococó, el coro y su sillería de nogal y el trascoro barroco, los relieves decorativos, el Papamoscas y el Martinillo, el altar y el trasaltar, la escalera dorada, los pórticos góticos, los transeptos, el claustro, el sepulcro del Cid, su baúl... De todo y para todos. Un mundo, infinitud de vidas, todo por la vertiginosa ascensión a la eternidad. La fe y la vida en el más allá. Siglos esculpidos en busca del favor por el descanso eterno.  La materia prima parece la piedra, pero en realidad son la sangre y el sudor, la inspiración y el todopoderoso dinero. La fe y el poder, el vértice de la pirámide.

Abandonamos la Catedral viéndolo casi todo pero asimilando casi nada. Demasiada información en tan poco tiempo. Una vez fuera hay que alejarse hacia el otro extremo de la Plaza Santa María para poder ver sin incomodidades la catedral completamente. Introducirla en una fotografía ya es otra tarea.

Desde la misma plaza sale cada cierto tiempo un trenecito que hace un recorrido por los principales monumentos de la ciudad. Treinta minutos sobre un tren que parece de juguete pero que está a escala humana para obtener una vista general de la ciudad. Empieza hacia el Paseo de los Cubos, junto a las murallas y bajo el Arco de San Martín, continua por delante del Arco de Fernán González, delante del Mesón del Cid y la Iglesia de San Nicolás, en lo que supone un paseo por la fachada trasera de la Catedral, sigue hacia la Iglesia de San Gil Abad y tuerce hacia la Plaza de España, prosigue por delante de la Iglesia de San Lesmes  hasta cruzar el rio Arlazón, pasar por delante de la fachada del Museo de la Evolución y girar por el puente de San Pablo hasta la estatua del Cid, que se rodea y se vuelve a girar por el Teatro Principal hacia el Paseo del Espolón para regresar a la Plaza de Santa María a través del Arco de Santa María, uno de los monumentos más emblemáticos de Burgos.

Gran parte de este paseo que realizamos sobre el traqueteo del trenecito lo repetimos después pero a pie, insistiendo sobre el mismo recorrido intentando así aumentar nuestra capacidad de retentiva. No sé si lo conseguimos o no, pero yo conservo un muy grato recuerdo de nuestro paseo por Burgos. Desde el Paseo del Espolón atravesando uno de los tres arcos bajo la Casa Consistorial accedimos directamente a la Plaza Mayor.

Como los niños comenzaban a estar rendidos y nosotros teníamos los pies como si hubiésemos pasado toda la tarde con unos zapatos dos tallas más chicas de lo habitual, decidimos que lo mejor era tomar el camino de vuelta al hotel, y cenar algo en los alrededores, pues ni teníamos mucha hambre -el lechazo harta, doy fe- ni nos quedaba mucho espíritu. De manera que cenamos en el mismo sitio a cincuenta pasos del hotel en el que habíamos desayunado más que aceptablemente ese mismo día

martes, 1 de septiembre de 2015

Ávila, Segovia, Carbonero el Mayor, Peñafiel y Burgos

Nuestro segundo día amaneció frío aunque bastante menos nublado que el día anterior. Desayunamos en el hotel y fuimos hacia Cuatro Postes, que era una de esas fotos que no queríamos dejar pasar de Ávila, pero como en todo camino siempre hay una piedra en la que tropezar, nuestro primer susto del viaje fue escuchar un ruido extraño por la parte delantera del coche, por la rueda de mi santa y copiloto. Paramos el coche y miramos y oímos con atención, pero no fuimos capaces de averiguar qué era lo que sonaba. Cuando el coche estaba detenido no se escuchaba, pero en cuanto circulaba se hacía evidente y más repetitivo conforme más rápido rodábamos. Mi santa insistía acertadamente que lo mejor era llevarlo a un garaje, si podía ser Toyota mejor, y que allí unos profesionales le echaran un vistazo. Por delante teníamos alrededor de 2.000 km esperándonos y no era plan de viajar todo el rato con la mosca detrás de la oreja.

En el garaje Toyota de Ávila los mecánicos subieron el coche en la elevadora y lo inspeccionaron por abajo, pensando que tal vez algo estaba suelto o enganchado y que podía ser lo que sonaba al andar, pero lo que encontraron fue un buen chinarro incrustado entre el estriado del neumático. Fue extraerlo y el coche rodar como la seda. Todo fue eso, una piedra en el camino. Respiramos aliviados y proseguimos nuestro viaje. Les dimos las gracias a los mecánicos pues no nos quisieron cobrar nada por la inspección y continuamos más contentos que unas pascuas.

Este contratiempo nos retrasó pero no nos hizo cambiar de planes, de manera que continuamos hacia Cuatro Postes, a las afueras de Ávila, un lugar apartado que ofrece desde una posición elevada una privilegiada visión de la ciudad amurallada de Ávila

Después de comprobar que la vista era incluso más hermosa de lo que imaginábamos, continuamos nuestro viaje hacia nuestro siguiente destino: Segovia.

En Segovia aparcamos en una plaza triangular de la Calle Santa Isabel, desde la que se tenía una vista recortada del acueducto de Segovia al final de la calle. No era la parte alta y voluminosa del acueducto que estamos acostumbrados a ver en las postales, pero impresionaba ver una edificación con semejante longitud, ocupando la parte principal de toda una calle.

Los niños quedaron verdaderamente impresionados por el gran tamaño del acueducto. ¡Es gigante! - decían. Pero no teníamos tiempo que perder y tan pronto como nos hicimos unas fotos desde todos los bellos ángulos que imaginamos, continuamos subiendo por la empinada calle Juan Bravo, pasando por delante de la original Casa de los Picos y también frente al mirador que hay justo antes de llegar a la Casa de los Picos. Pocos metros más adelante nos detuvimos frente a la Iglesia de San Martín, para contemplar su bonita arquitectura y la originalidad de sus arcos. Contemplamos con deleite el entorno completo de la Iglesia, con el Torreón de Lozoya y la victoriosa escultura a Juan Bravo que preside la plaza. Continuamos subiendo calle arriba y nos detuvimos en el Café La Colonial. Yo necesitaba un café y los niños ir al baño y beber agua.

Nada más sentir retomadas las ganas de continuar nuestra visita seguimos hacia la Plaza Mayor, desde donde se observan magníficas perspectivas de la gótica Catedral de Santa María, conocida por la Dama de las Catedrales. Bella como pocas. Esta vez no entramos a visitarla porque Pepi y yo ya la habíamos visitado en una visita anterior y también porque esta visita a Segovia debía ser un pequeño recordatorio para nosotros y un breve primer contacto para los niños, aunque el tiempo se nos iba echando encima y al final no fue tan breve como teníamos prevista.

Continuamos nuestra visita por la Calle Marqués del Arco hacia la Plaza de la Merced, donde está la coqueta y bella Iglesia de San Andrés. La rodeamos junto al parque y continuamos hasta llegar a la Plaza de la Reina Victoria Eugenia, donde la mirada se detiene en el fondo, donde sobresale orgulloso el Alcázar de Segovia, uno de los edificios más bellos que conozco. A Sofía le encantó. A Miguel sin embargo le atrajo más cuando en la entrada de la plaza tropezamos con un centinela imperial de la guardia romana que nos dio el alto, y tras negociar con él, adecuamos pagar unos pocos sestercios y los niños posaron firmemente armados para una foto con él. Fue muy divertido y a los niños les gustó.

Desde la misma plaza, mirando por el tajo de la derecha, pudimos ver la Iglesia de la Vera Cruz, que poco después, en nuestra salida en coche de Segovia, contemplamos desde bastante más cerca.

Deshicimos nuestros pasos y dejamos Segovia en dirección a Carbonero El Mayor, donde en el Mesón Riscal reservamos mesa para almorzar. El lugar es conocido por la carne de buey que sirve y a Miguelito le hizo mucha ilusión ver que en una de sus mesas había comido Iker Casillas. La carne de buey a la piedra fue todo un descubrimiento para los niños, y un deleite para los mayores, o al menos para mí, que la disfruté enormemente. Eso de hacer la carne a la piedra en la misma mesa les llamó mucho la atención. Comimos estupendamente.

Nuestra siguiente parada prevista era Peñafiel. Cuna del buen vino y del buen lechazo. Visitamos el centro de Peñafiel y la Plaza del Coso, que estaba preparada para las fiestas locales, que se celebrarían en los días siguientes. Por eso en la mitad de la Plaza del Coso había instalado un ruedo en su interior. Desde detrás de la barrera se disfrutaban de unas estupendas vistas del castillo de Peñafiel, al que no subimos porque íbamos apretadillos de tiempo, de manera que regresamos al coche que estaba aparcado junto a la Iglesia de San Miguel Arcángel y continuamos nuestro itinerario.

El cielo fue nublándose a cada minuto, y conforme nos acercábamos a Burgos comenzaron a caer las primeras gotas. Aparcamos en la misma puerta del hotel para bajar las maletas pero justo en ese instante caían chuzos de punta y decidimos dejar el equipaje en el maletero hasta que escampase y subimos a la habitación primero.

Tan pronto como parecía que caería el diluvio paró de llover. En cuanto dejó de llover subimos las maletas a la habitación y, sin perder un segundo, bajamos en coche al centro, que aunque estaba a pocos minutos a pie desde el hotel, no nos fiábamos del tiempo.

Aparcamos en el centro, en el parking bajo la Plaza Mayor, ya había anochecido y estábamos bastante cansados. Aún así sacamos fuerzas y paseamos hasta la catedral para quedar impresionados por su estirada belleza gótica. La rodeamos completamente y buscamos un sitio donde picar algo para cenar. En la calle Diego Porcelos está la Cervecería Morito, de la que habíamos leído buenas críticas por Internet y allí nos metimos. Estaba de bote en bote pero tuvimos suerte y pillamos una mesa. Picamos unas tostas, unas patatas bravas y por supuesto morcilla de Burgos y alguna cosa más. Todo exquisito. Miguelito en cuanto llenó la panza comenzó a dormirse. Así que regresamos al hotel sin perder el tiempo pues ya tocaba descansar. Habíamos tenido un día muy largo y al día siguiente teníamos previstas otras muchas visitas. Fue un día verdaderamente inolvidable.