domingo, 12 de julio de 2015

Una Orval

Pocas cosas me refrescan más como una cerveza helada. Una cerveza bien fría en el momento apropiado puede modificar un estado de ánimo, la confianza en nuestras posibilidades y sobre todo puede alegrarnos el día. Y en algunas ocasiones hasta nos ayuda en la siesta, o al menos a mí me pasa.

El caso es que hoy voy a presentarles una de esas cervezas que se me han ido quedando en el camino, la he ido dejando atrás, esperando que llegara su momento y un día por otro la cerveza sin beber, aunque en este caso no es del todo cierto. La cerveza que hoy presento es una Orval, y no se quedó sin beber. La Orval es una cerveza que probé un verano de hace casi cuatro años en el viaje que mi santa y yo disfrutamos por Bélgica. Aquel día de agosto acabábamos de salir del Museo del Cómic de Bruselas y estábamos deseando descansar los pies y de picar algo porque ya era la hora del almuerzo y con tanto caminar el apetito se hace notar rápidamente. No muy lejos de allí, en una animada plaza, pudimos tomar asiento en un restaurante junto a una amplia ventana desde la que pudimos descansar nuestros pasos al mismo tiempo que contemplábamos distraidamente el trasiego de la plaza.

La primera cerveza que pedí en aquel restaurante ya la presenté en este blog hace unos años, fue una Westmalle, y me quedó pendiente presentarles la segunda que caté aquel día, una Orval, una cerveza trapense de un razonable 6'2 % de alcohol. Después de aquel día volví a tomarme otra Orval un par de años después. Recuerdo que era una cerveza muy aromática, con un sabor fuerte  y un color cobrizo oscuro pálido y con espuma densa, nívea y duradera.

No puedo añadir muchos datos más porque mi memoria es bastante perezosa en ocasiones, pero recuerdo perfectamente que me pasó como aquella cita de Bécquer, aunque parafraseándola con cervezas en lugar de con libros. El recuerdo que deja una cerveza es más importante que ella misma, (por favor disculpen mi osadía al parafrasear).

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