jueves, 15 de enero de 2015

Pequeños placeres cotidianos

Uno tiene medio previsto de antemano las cosas que tiene que hacer cada día, que son las obligaciones cotidianas, y luego, en torno a ellas, quedan aquellas otras cosas que le gustaría hacer pero que no son obligatorias, o al menos no tan perentorias como las anteriores y que se realizan por placer. De manera que las primeras, aquellas que son de obligado cumplimiento (léase: ducharse, vestirse, preparar el desayuno, desayunar, trabajar, etc...) y que básicamente ocupan la mayor parte del tiempo del día, las va uno llevando a cabo de la mejor manera que sabe y puede, rutinariamente, y el resto, que son, digamos, las que nos proponemos realizar para nuestro propio disfrute, quedan entre los pequeños intersticios de tiempo de las anteriores.

Si uno se para a pensar un poco comprende rápidamente que esas obligaciones rutinarias son también pequeños placeres cotidianos. O, al menos, obligaciones de las que debemos intentar disfrutar. Tomar un café, cocinar o ducharse pueden se experiencias tan placenteras como cualquier otra si uno sabe sacarle el provecho que encierran. Es sólo una cuestión de concentración, o de capacidad, de intentar aprovechar y sacar partido a cada actividad. No se debe hacer un café sin oler profundamente su olor al abrir el tarro del café molido. Quiero decir, se puede hacer, evidentemente, pero se pierde gran parte de la esencia del café. Lo mismo pasa casi con todo. Hay que perder unos instantes y buscar el lado positivo y placentero de las cosas y saber aprovecharlo. Hay que buscar la belleza propia de las cosas. Todo lo que se hace con un poco de cariño se hace mejor.

Está claro que todo lo anterior es mucho más fácil decirlo que hacerlo, es mucho más sencillo imaginarlo que realizarlo, pero también todos sabemos que es mejor intentar disfrutar de lo poco que algo nos guste, que quejarnos cansinamente una y otra vez. 

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