viernes, 30 de enero de 2015

El aprendizaje paradójico

Pedir perdón a un niño de seis años es lo más sencillo y lo más complicado del mundo. Lo más sencillo porque sin duda te va a perdonar, y seguidamente te abraza con sus pequeños brazos y hasta te da besos de alegría. Lo más complicado porque cuesta admitirle a un niño de 6 años que uno se ha equivocado, o mejor dicho, cuesta asumir, delante de un niño de seis años, que uno se ha equivocado, y más si ese niño es tu hijo al que se supone que estás enseñando, y que eres, o debes ser, un ejemplo de comportamiento.

Pedirle perdón a un hijo de seis años es un acto de humildad y al mismo tiempo de madurez, tan valioso como enseñanza para él como para uno, pero servirá de poco si a partir de ese momento el error se sigue cometiendo. Hay que aprender de los errores, y más aún de aquellos que sirven para asentar una enseñanza. El arrepentimiento debe estar secundado por un acto de recapacitación  y de un cambio inequívoco de actitud.

Un niño comprenderá mejor las cosas si se le explica y se le hace razonar que si se le exigen comportamientos porque sí, porque lo digo yo, pero al mismo tiempo en el proceso  de asimilación de conceptos, cuando el niño está adquiriendo conocimientos, o actitudes de comportamiento, hay que ser inflexibles, porque los niños huelen la sangre y ven un haz de luz por el más nimio hueco que exista, incluso cuando este resquicio no existe. Los niños tienen una gran imaginación. Si ellos ven que dudamos, o que cambiamos de parecer, o que decimos una cosa pero luego hacemos la otra, entonces, ellos pasarán más tiempo en intentar averiguar si hay una escapatoria, o si pueden hacernos cambiar de idea, que en preocuparse en hacer las cosas bien.

Además hay que tener presente que los niños no son máquinas y que hay niños que aprenden a la primera, otros a la segunda y la mayoría necesitarán muchas más repeticiones.

Pero lo más curioso y paradójico de todo esto es que los padres, lo queramos o no, aprendemos al mismo  tiempo que enseñamos.

domingo, 25 de enero de 2015

Fargo. Season 1

Cuando vi la película Fargo de los hermanos Cohen hace ahora casi veinte años, me encantó. La serie con el mismo título, que anoche terminamos de ver mi santa y yo, me ha gustado incluso más. Son guiones completamente distintos, historias crudas y sangrientas las dos, pero que poco más tienen en común salvo el gélido escenario de fondo en el invierno nevado del estado de Minnesota y el toque personal de los Cohen.

En una serie a lo largo de diez capítulos, de algo menos de una hora cada uno, se puede desarrollar mucho más una historia y también se le puede brindar a los personajes características que no se alcanzan a desarrollar tan detalladamente en un metraje normal de película. En las series uno llega a conocer tanto a los personajes que puede incluso intuir sus reacciones, adivinar cuales serán sus siguientes pasos y eso, en realidad, lo que logra es que uno esté más metido en la serie.

Lorne Malvo es en la serie de Fargo un heterogéneo cruce de psicópata reflexivo, asesino a sueldo, ángel de la guarda y justiciero por azar, que está increíblemente bien interpretado por el peculiar Billy Bob Thorton. Es un personaje tan impredeciblemente desmedido y alocado, que uno no sabe qué es lo que pasa por su mente en ningún momento. Y sólo escucharlo hablar con un camarero mientras toma una taza de café puede ser una escena verdaderamente inquietante y perturbadora.

La segunda temporada de la serie está programada para el próximo otoño, así que no nos queda más remedio que esperar hasta entonces para continuar una serie que ha ido absorbiendo nuestros últimos días. La serie la hemos visto en versión original, algo que recomiendo a todo el mundo porque está verdaderamente bien interpretada.

viernes, 23 de enero de 2015

Mis batallas nocturnas

La dificultad por encontrar el tiempo libre para leer muchas veces agota la expectativa de la propia lectura. Se hace tan complicado y dificultoso a lo largo de un día apartar las distracciones y acabar las tareas pendientes de realizar que, una vez conseguido, tras mucho esfuerzo, cuando por fin uno se sienta en el sofá a última hora de la jornada con un libro entre las manos, con la intención de disfrutar de una lectura placentera, comienza a darse cuenta que el sueño -maldito canalla- va paulatinamente raptando nuestra conciencia y en apenas tres o cuatros páginas después de haber empezado nuestra lectura, tan largamente deseada, ya ha sido quebrada y fulminada y uno siente crecer interiormente una rabia incontenible.

Tanta lucha y tanta energía empleada en despejar de tareas las últimas horas del día, con el fin de disfrutar de una lectura anhelada, y comprobar que todo se va al traste porque el sueño gana su terreno y obliga a los párpados a echar su cierre y acabar así de un plumazo todas las expectativas volcadas en ese momento íntimo de sosegada calma.

Pero nos resistimos y creemos que aún podemos vencerlo y minutos más tarde, tras un intento inútil, despertamos algo atontados, con el libro caído y con el cuello estirado hasta el límite de sus posibilidades, al borde de una tortícolis que probablemente arrastraremos los días siguientes casi como un castigo o una penitencia por nuestra falta de autoconocimiento y por no saber lidiar con nuestras propias limitaciones, una vez más.

En ese momento es cuando uno finalmente comprende que ya ha perdido, que la posibilidad de leer esa noche es simplemente imposible, y que no queda más remedio que admitir lo evidente. El sueño se ha tragado todas aquellas palabras por leer y sólo queda rendirse a la aventura inconsciente del sueño profundo... admitiendo la derrota pero, al mismo tiempo, y con una especie de voluntad incorruptible, sintiéndose dispuesto a levantarse para al día siguiente presentarse en la próxima batalla.

jueves, 15 de enero de 2015

Pequeños placeres cotidianos

Uno tiene medio previsto de antemano las cosas que tiene que hacer cada día, que son las obligaciones cotidianas, y luego, en torno a ellas, quedan aquellas otras cosas que le gustaría hacer pero que no son obligatorias, o al menos no tan perentorias como las anteriores y que se realizan por placer. De manera que las primeras, aquellas que son de obligado cumplimiento (léase: ducharse, vestirse, preparar el desayuno, desayunar, trabajar, etc...) y que básicamente ocupan la mayor parte del tiempo del día, las va uno llevando a cabo de la mejor manera que sabe y puede, rutinariamente, y el resto, que son, digamos, las que nos proponemos realizar para nuestro propio disfrute, quedan entre los pequeños intersticios de tiempo de las anteriores.

Si uno se para a pensar un poco comprende rápidamente que esas obligaciones rutinarias son también pequeños placeres cotidianos. O, al menos, obligaciones de las que debemos intentar disfrutar. Tomar un café, cocinar o ducharse pueden se experiencias tan placenteras como cualquier otra si uno sabe sacarle el provecho que encierran. Es sólo una cuestión de concentración, o de capacidad, de intentar aprovechar y sacar partido a cada actividad. No se debe hacer un café sin oler profundamente su olor al abrir el tarro del café molido. Quiero decir, se puede hacer, evidentemente, pero se pierde gran parte de la esencia del café. Lo mismo pasa casi con todo. Hay que perder unos instantes y buscar el lado positivo y placentero de las cosas y saber aprovecharlo. Hay que buscar la belleza propia de las cosas. Todo lo que se hace con un poco de cariño se hace mejor.

Está claro que todo lo anterior es mucho más fácil decirlo que hacerlo, es mucho más sencillo imaginarlo que realizarlo, pero también todos sabemos que es mejor intentar disfrutar de lo poco que algo nos guste, que quejarnos cansinamente una y otra vez. 

sábado, 10 de enero de 2015

Como la sombra que se va - Antonio Muñoz Molina

Estos últimos días del año he estado enredado en los últimos capítulos del libro de Antonio Muñoz Molina, Como la sombra que se va, su última novela, que trata sobre el asesinato el 4 de abril de 1968 de Martin Luther King, pero también -o yo diría que incluso más- el autor jienense nos cuenta la huida de su asesino, James Earl Ray, y especialmente se detiene en los días que pasó en Lisboa durante su fuga.

Lisboa es sin duda uno de los personajes del libro, la ciudad que permitió dar un salto vital a Muñoz Molina. Una ciudad que ha marcado tanto su literatura como su vida, y que es fondo rotundo de su creatividad y eje central sobre el que gira otra huida en una novela suya anterior, El Invierno en Lisboa, que al mismo tiempo también fue una fuga personal para Muñoz Molina, un desahogo que comenzó con el año nuevo y que viró inesperadamente su vida, como una ola gigante que te arrastra y engulle para finalmente devolverte algo mareado.

Es una novela original, que aborda con honestidad temas personales en la vida del autor, y que al mismo tiempo imagina e inventa los días del asesino en Lisboa, todo ello basándose en los datos de los archivos del FBI recientemente abiertos alrededor del asesinato de Martin Luther King.

Un libro altamente recomendable.

Pd: Por cierto que hoy -el día que publico esta entrada- después de haber terminado de leer el libro antes de anoche, de madrugada, es el cumpleaños de Muñoz Molina. ¡Felicidades!

viernes, 9 de enero de 2015

Marilyn Monroe 25

Enero y septiembre son los meses de los buenos propósitos, del reinicio de la dieta y de una vida equilibrada, o al menos menos desordenada. También es el mes en el que pasamos más tiempo libre en casa, especialmente debido a la severidad del clima y también -por qué no admitir lo evidente- acuciados por la cuesta de enero.
 
Las bondades de una sabrosa sopa caliente, el primer sorbo a un café a media tarde, leer un buen libro acomodado cálidamente en el sofá o navegar por Internet distraídamente reconfortan nuestro ánimo como el abrazo de un amigo. En este lado superior del hemisferio, además, también el invierno se muestra con todas sus consecuencias. Los abrigos comienzan a ser más necesarios y los paraguas son nuestros compañeros indispensables, como indispensable se está volviendo la aparición de Marilyn Monroe en este blog. No se me ocurre a nadie mejor que a ella para desearles una feliz entrada de año.



domingo, 4 de enero de 2015

Bruselas día 3

Escribió Miguel de Cervantes en boca de Sancho Panza que "no hay camino tan llano que no tenga un tropezón o barranco", y yo, a veces con fortuna y otras con no tanta, he comprobado cuan cierta es esa cita. En nuestro viaje todo estaba yendo sobre ruedas y los niños estaban portándose como unos auténticos campeones. El hotel, sobre el que teníamos ciertas dudas, resultó ser más que aceptable, tanto la habitación, el desayuno bufet, como su localización dentro de la ciudad. Además, el clima, siempre tan aleatorio e imprevisible en cualquier viaje, especialmente en una capital como la belga y en el mes de diciembre, nos estaba respetando. No nos había llovido ni una sola gota y la temperatura no había bajado por debajo del nivel de bienestar para unos turistas acostumbrados a las temperaturas del sur de España. Pero como todo no pueden ser buenas noticias ni puede haber camino sin tropezón, ese lunes había convocada una huelga en los transportes públicos (trenes, autobuses, tranvía y metro), es decir, tan sólo nos quedaban la opción de los taxis y la buena costumbre de un ratito a pie y otro caminando.

La noticia no nos pilló de sorpresa, ya que veníamos advertidos desde España -es lo que tiene esto de Internet- y por eso decidimos ir a Brujas el día anterior, domingo, y también porque el fin de semana los trenes cuestan casi la mitad. Además, como en toda Bélgica los lunes cierran casi todos los museos y también la mayor parte de las atracciones turísticas principales, habíamos pensado dejar el último día de nuestra estancia en Bruselas para patear el centro de la ciudad, pero antes no nos podíamos marchar si visitar el Atomium.
De manera que tras el desayuno bufet y un largo paseo en taxi llegamos al Atomium, que abre los 365 días del año y que era la primera escala del día que teníamos prevista. La visita del Atomium  la tomamos con tranquilidad y bastante pachorra, la verdad. Hicimos fotos hasta hartarnos, y comenzamos a temer que en cualquier momento se pondría a llover, pues el cielo empezaba a oscurecer la mañana con voluminosas nubes grises.

La gigantesca presencia del Atomium sorprendió mucho a los niños y estaban encantados con la posibilidad de subir hasta la esfera más alta de todas. Les encantó la visita.

Al terminar cogimos un taxi y nos dirigimos a la Catedral de San Miguel y Santa Gúdula de Bruselas, un edificio gótico verdaderamente impresionante de más de cinco siglos de antigüedad, en la que un par de días antes de nuestra llegada había tenido lugar el entierro de Fabiola de Bélgica y aún quedaban arreglos florares por toda la catedral que embellecían si cabe aún más la visita. La recorrimos entera y admiramos con detenimiento las extraordinarias vidrieras que posee.

Desde la Catedral bajamos hacia el centro, deteniéndonos en las distintas tiendas de souvenirs que encontramos en el camino buscando algún recuerdo para traer a España. Llegamos hasta la Rue de la Montagne, donde está el hotel de nuestra visita anterior, y decidimos almorzar en uno de los múltiples sitios que ofrecen belgian frites y estupenda cerveza. De postre no tuvimos que pensar mucho. Un gofre en el puesto que está junto al Manneken Pis, que es uno de los puestos donde saboreamos los mejores gofres de nuestra  visita anterior. Una parada obligada en nuestra visita a Bruselas.

De camino al Manneken Pis nos recreamos de nuevo en la Grand Place, en sus extraordinarias fachadas góticas y la recorrimos unas cuantas veces. Nos enredamos de nuevo por las tiendas de souvenirs hasta el momento de tomarnos un gofre. Un gofre para cada uno, cada uno a su gusto. Están riquísimos y eso que yo no soy mucho de dulces.

Después de tan azucarado postre pateamos los alrededores de la Grote Markt, deambulando de un sitio para otro, casi vagabundeando, dejándonos llevar hacia la calle que nos entrara más por los ojos, hasta que encontramos una cafetería que hacía esquina con una gran cristalera y que parecía tranquila. Verdaderamente nuestros pies, y especialmente los de los niños necesitaban un descanso. La noche se nos echó encima allí.

No tenemos claro si la Grand Place es más bella de día, cuando todos los detalles se pueden contemplar con nitidez, o por las noches, cuando la tenue luz indirecta sobre las fachadas acentúa el encanto casi mágico que encierra. A Sofía desde luego le gustaba más por la noche, durante el espectáculo de luces y sonido preparado especialmente para las fechas navideñas. Esa noche lo contemplamos en dos ocasiones. Una fue justo después de nuestro descanso en la cafetería, antes de ir a comprar algunos souvenirs.

Habíamos decidido no marcharnos muy tarde para el hotel porque al día siguiente, de madrugada, salía nuestro avión de vuelta a Málaga, de manera que aunque no teníamos mucho apetito fuimos a picar algo temprano, para adelantar la cena. Nos acercamos a la estatua de Jeanneke Pis, la estatua paralela al Manneken pis, una niña haciendo pipí, que está justo enfrente del templo de los cerveceros, el Delirium Café, con más de 2000 cervezas distintas. Pedimos un par de cervezas con un poco de queso y con eso echamos la cena. El ambiente del pub era magnífico. El bar tiene varias plantas unidas laberínticamente con diversos salones para tomar cerveza, cada uno con su propio estilo. A los niños les gustó visitarlo.

Seguidamente callejeamos por la Rue de Bouchers, que siempre encontramos abarrotada y envuelta en olores de cocina internacional, y finalmente llegamos de nuevo a la Grand Place, donde disfrutamos por última vez del espectáculo de luces y sonido que nos sirvió como colofón final y despedida a tan maravilloso viaje. Un viaje verdaderamente irrepetible.