Estaba a punto de abrir la puerta de la cafetería donde pretendía despertarme a base de cafeína, justo en el momento en el que salían tres mujeres que, supongo, se dirigían al trabajo. Tres mujeres bien arregladas, maquilladas y maqueadas para ir a trabajar. Me aparté al tiempo que les indiqué caballerosamente con la mano que salieran que yo les sostenía la puerta. Dos de ellas me dieron las gracias, la otra debió pensar que era mi obligación o algo por el estilo. El asunto es que llevaban, cada una de ellas, un perfume de esos que se huelen a diez metros de distancia. Un olor denso y pesado. Un castigo para un acompañante. El conjunto de los tres perfumes era tan poderoso que la huella de aquellas tres mujeres en la cafetería estuvo presente hasta que un señor mayor, afortunadamente, olvidó la puerta abierta al salir -¿fue quizás un acto bondadoso?-.
Aquel aroma espeso y casi asfixiante dejó un rastro detrás de ellas, como a tabaco en una habitación cerrada, como el butanero al abandonar el ascensor en verano. ¡Dios! Aquel atropello en la cara de fragancia abusiva fue el tortazo que me despertó, pero al mismo tiempo me atontó. Entré en la cafetería como si me hubiese tomado dos gintonics. Busqué la mesa más apartada de aquel olor mareante, exagerado, y anhelé la llegada del café tan sólo por la necesidad olerlo.
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