Hay días que uno parece que no vivió y otros, en cambio, dan la sensación de haberlos vivido multitud de veces. Hay semanas que pasan en un suspiro y semanas interminables, meses que parecen años y meses cuya sombra llegan al atardecer del presente.
Este último mes de enero ha sido un mes plomizo, sombrío y pesado, cargado de horas imposibles de sostener, de días agotadores, casi angustiosos, en los que deseas llegar a casa para poder parapetarte debajo de la manta de las noches que irremisiblemente se desvelan en interminables pesadillas. Noches de martirios mentales, de insomnio que provocan que uno ande como aturdido al día siguiente, cansado nada más comenzar, deseando que llegue el día por venir, el siguiente, y de nuevo el siguiente, como en una carrera de obstáculos que nunca parece acabar. Pasando los días así al menos se juntan semanas -piensas-, semanas que serán meses, pero que desde la esquiva perspectiva de una mente flageladora como la mía, un mes puede parecer un día antes o varios años después, como la entrada en un agujero negro desde el punto de vista de un observador exterior, como la manecilla del reloj en los surrealistas cuadros de Dalí, como el grito de Münch. Todo parece prolongado y repetitivo.
Imagino que quizás mi mente contaminada de tantos recuerdos está embotando mi raciocinio y mi capacidad objetiva de analizar las cosas. Quizás, si lo pienso bien, esa incapacidad de mis días para progresar, para tirar hacia delante, para avanzar, sea precisamente lo que necesite, quizás sea la única salida. No lo sé. El tiempo lo dirá.
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