Hace unos días he terminado de leerme Moby-Dick, la obra más conocida de Melville y una de las obras cumbre de la literatura norteamericana. Me ha llevado su tiempo, pues además de ser una novela larga, de más de ochocientas páginas, he ido reservando los momentos más tranquilos -que no son muchos- para ir leyéndola. Disfrutándola.
Leerme esta novela es algo que tenía en mente desde hace años, hasta que un buen día encontré una edición económica y manejable que me gustó, sobretodo por sus abundantes y acertadas notas a pie de página.
Todo el mundo, más o menos, sabe de lo que trata la novela, pero a mí no sólo me ha dado la oportunidad de perseguir obsesivamente a una gran ballena blanca, sino a enrolarme en el Pequod y sentirme tripulación de un bergantín, disfrutar de noches bajo cielos estrellados meciéndome en el vaivén de las olas o compartir conversación con mi buen y extraño amigo Queequeg.
Como curiosidad añadiré que uno de los tripulates del ballenero responde al nombre de Starbucks y era adicto al café, de ahí que la compañía americana Starbucks utilizara su nombre. Desde ahora en adelante cada vez que entre en un Starbucks, seguro que vendrá a mi memoria el obstinado capitán Ahab.
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