Cada tarde, después del trabajo, de camino de vuelta a casa, con el ipod enchufado a mis oídos, voy imaginando lo que voy a hacer en cuanto llegue a casa. Lo primero -me digo- debe ser siempre besar bien fuerte a toda la familia, después, si puedo, jugar un buen rato con los niños. Pero me refiero a jugar de verdad, ya me entienden: saltar sobre la cama, bailar alocadamente con la música a todo volumen, jugar al escondite o tirarme por el suelo haciendo las veces de cocodrilo, o lo que encarte...
Seguidamente llegará la atareada rutina de cada día: tirar la basura, preparar un espumoso baño, ponerles los pijamas, la cena y después, finalmente, acostarlos, y, si se han portado bien, algunos días les leo un cuento, pero hay algo que seguro que no falta nunca, y es que siempre siempre siempre les deseo a ambos felices sueños acompañados de sonoros besazos.
Desde ese instante empezamos mi mujer y yo a recoger los muchos líos que nos rodean por la casa. Una vez terminada toda la recolección y puesto en orden todas las cosas, estiramos, por fin, las piernas en el sofá y casi por primera vez en el día podemos mantener juntos una conversación adulta tranquilamente.
Al rato, antes de acostarnos, una vez que se han quedado totalmente dormidos, solemos entrar en su habitación para arroparlos. Ese momento, inolvidable para mí, observando junto a mi mujer como mis dos pequeñas criaturitas están durmiendo plácidamente, es mi momento favorito del día. Es el momento en el que soy más consciente de que soy afortunado, y me doy cuenta de que estoy viviendo los mejores momentos de los mejores años de mi vida, y que la felicidad es esto. Así de simple.
Gracias Vida.