Me encanta mirar animales. Observalos, saber de ellos, ¿cómo viven? ¿qué comen? ¿cuáles son sus hábitos? ¿Cómo sobreviven? ¿Cómo son sus ritmos vitales? Me fascina la capacidad de adaptación del reino animal. Puedo pasarme horas viendo documentales de animales de La 2, o más recientemente de National Geographic, aunque con ellos de fondo me haya dado las mejores siestas de mi vida.
Siempre me han atraido los animales. Desde chiquetito. Me hubiera encantado ganarme la vida alrededor de animales, aunque siempre lo vi como una profesión con poco futuro, y con difícil acceso a las oportunidades laborales. ¡Qué poca visión he tenido para estas cosas! Igual me faltó, o vocación, o todo al mismo tiempo. El caso es que amo el reino animal, en general. Envidio a los fotógrafos que viajan por el mundo desde selvas tropicales a oasis en desiertos remotos, visitar Madagascar o el Polo Norte. Lo envidio.
Poder ver al elefante africano en libertad, contemplar la migración del cangrejo rojo, ver una cría de lince ibérico, o a una ballena jorobada expulsar aire en el océano. Vivimos rodeados de maravillas pero somos una especie tan malvada, que casi ningún animal puede soportar vivir a nuestro alrededor. O bien nos los comemos hasta la extinción, o bien los matamos por su piel, o por sus colmillos, o porque se come nuestros alimentos, aunque la mayoría de las veces es algo tan banal como que los expulsamos de sus hogares.
Mi mujer que me conoce bien y sabe que no podemos permitirnos económicamente cruzar medio planeta para un día de gloria, me encargó para Papá Nöel un pase anual del Biopark de Fuengirola, que aunque sabemos que no es lo mismo, es un zoo pero que intenta respetar dentro de lo posible el hábitat natural de los animales, al menos algo más cercano que verlos en una pantalla es. Y con la ventaja de estar a quince minutos a pie desde casa. A mí me hizo mucha ilusión y sin perder tiempo el primer día del año fui a ver cómo andaban de resaca alguno de los animales.Pude contemplar en vivo por primera vez un ajolote, o axolote, del que siento cierta atracción desde que leí el cuento de Axolotl de Julio Cortázar en su libro Final del juego. Es curioso comprobar que tenía sus cuatro dedos en sus patas delanteras y, sin embargo, sus cinco en sus patas traseras. Que no tiene párpados, y que sus branquias son externas y plumosas, y lo más sorprendente de ellos es que tienen una gran capacidad de regeneración. Tanto es así que si por alguna razón un ajolote pierde parte de su corazón, en semanas lo puede regenerar. Lo mismo le pasa con una pata o un ojo. ¡Es un animal único!
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