En noviembre disfruto de los mejores amaneceres. No digo que yo tenga exclusividad y que los míos sean mejores que los del resto, no, digo que en noviembre, de entre todos los meses del año, es el mes en el que los amaneceres me parecen mejores. Son insuperables. Hay días en los que me dejan absolutamente boquiabierto. Es imposible no quedar fascinado.
El ritual matutino durante todo el año es prácticamente siempre es el mismo. Entorno a las ocho menos cuarto de la mañana salgo por el portal y encamino mi recorrido hacia el trabajo con el fresco otoñal terminando de espabilarme. En el primer tramo, antes de girar a la izquierda y dejar atrás el edificio residencial, ando colocándome los airpods para escuchar una de las listas de canciones personalizadas que tengo guardadas en Spotify, y así comenzar para encarar el día. Entonces, al girar la esquina que da a la avenida principal, que lleva directamente a mi trabajo, el amanecer, aún sabiendo que está esperándome, me sorprende.
Existe un suave inclinación en la avenida que hace que la vista sea algo elevada, lo que facilita la amplitud de la panorámica. Las circunstancias hacen que en algunos días de noviembre, sobre esa hora, el amanecer está en su punto álgido. Si está nublado, la filtración de los primeros rayos engrandecen la estampa. Lo vívido de los contrastes ensalzan aún más el espectáculo de luz. Es posible que la dirección de la calle permite tener una vista privilegiada, y que por muy bien que yo trate de hacer la foto, créanme, no le hace justicia. La realidad siempre supera la ficción, pero si hablamos de un amanecer, es que ni se acerca.
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